Al uruguayo le cuesta muchísimo comprender la dinámica política, económica, cultural y social de la Argentina. No entendemos, a “ciencia cierta” qué es lo que pasa del otro lado del charco. Es probable que los argentos tampoco comprendan, cabalmente, la real dimensión de lo que sucede por estas tierras, y ello los lleva a cierta admiración, pena o lástima. No es el foco de estos párrafos meterse en la apreciación que “ellos” tienen de “nosotros”, sino al revés, la que construimos nosotros sobre ellos.
Retomemos: el uruguayo promedio no puede con la Argentina. No le entra en la cabeza “cómo son”. Si bien los consume culturalmente –o al menos accede a la producción enlatada que llega a nuestro país o mira los espectáculos teatrales que cruzan el charco– no comprende cómo funciona su política, su economía, su sociedad. ¿Cuántas veces hemos escuchado “y qué querés… son argentinos”? Y esta frase sirve para todo: para referirse a cómo les fue en un partido de fútbol, lo que sucedió con alguna celebridad o para tratar de explicar un resultado electoral. Esa ausencia de capacidad para entender a la Argentina es transversal a nuestra sociedad: va desde la inmensa mayoría de los trabajadores no calificados y calificados, formales e informales, pequeños y medianos “empresarios”; pasa por gran parte de los académicos vinculados a la política –aquellos que estudiaron fuera o se quedaron por aquí–; se instaló hace años en los medios hegemónicos de comunicación y hace mella en nuestro elenco político. A cada uno de estos caricaturescos grupos nos referiremos en los próximos párrafos.
Sobre el primero de los grupos. Históricamente, los uruguayos nos hemos parado de espaldas sobre los argentinos, principalmente los porteños, para construir nuestra identidad. A partir de ese ejercicio desplegamos cierta molestia con relación al gigante de enfrente. Concretamente, nos molesta cruzarlos en alguna playa en enero, nos fastidia su tono de voz, los creemos soberbios, petulantes, agrandados. Nosotros, en cambio, desarrollamos una personalidad más medida. Más de justo medio. A partir de ahí, calificamos a la mayoría de los argentinos de “garcas” (¡cómo si por aquí no existieran!). Lo curioso es que no noto esa misma reacción con relación a las últimas noticias vinculadas a las consultas de cientos de argentinos sobre su residencia legal y fiscal en nuestro país. Las grandes fortunas que vendrían a radicarse aquí no despiertan las mismas reacciones. A diferencia de otras oportunidades, los uruguayos odiadores seriales de argentinos no se han pronunciado sobre una decisión de política fiscal que filtra el sistema de seguridad que habíamos construido en el transcurso de los años. A Uruguay le costó muchísimo dejar de ser considerado un paraíso fiscal, por suerte, vamos camino a retomarlo. En tren de hipotetizar, podríamos señalar que lo que nos molesta son los argentinos medio pelo, los que cruzan el Río de la Plata en la clase económica de Buquebus. No nos mortifican ni interpelan quienes vienen al paisito por el aeropuerto de la Laguna del Sauce... ¿será por qué no los vemos en la playa a la que vamos?
Ese perfil amortiguado nos cegó, y dejó en evidencia que tanta tranquilidad esconde monstruos peores que el peronismo: tenemos sentadas en el Parlamento a personas que consideran que la última dictadura no fue tal.
El segundo de los grupos, el de los académicos vinculados a la dimensión política, tampoco entiende qué es Argentina. O la entiende con un sesgo ideológico no explicitado. Con extraordinarias excepciones, la Argentina es presentada como el caos, la debilidad institucional, la corrupción, el peronismo, el kirchnerismo, el menemismo, el macrismo... “son todos iguales”. En contraposición al caos argentino, han generado una oda a la estabilidad –aunque ello se traduzca en quietud absoluta–. Hacen alarde de la partidocracia y de la excepcionalidad pluralista uruguaya –aunque hayamos sido incapaces de generar un cinturón sanitario para evitar la llegada de lo más rancio de la derecha al Parlamento–. Algunos politólogos uruguayos no logran transmitir la lógica de la política argentina debido, entre otros factores, al peso histórico de nuestro perfil amortiguado. Ese mismo perfil amortiguado nos cegó, y dejó en evidencia que tanta tranquilidad esconde monstruos peores que el peronismo: señoras y señores, tenemos sentadas en el Parlamento a personas que consideran que la última dictadura cívico-militar no fue tal, que los derechos de los trabajadores son un gasto tremendo y que es necesario caminar hacia una agenda provida. Además, tenemos gente que escucha conversaciones de otros, exhorta a cuidarse y está a punto de ignorar la voluntad popular con el tema de los allanamientos nocturnos. Pero, para una porción de los politólogos mediáticos, la partidocracia pluralista uruguaya vive y lucha. En esa falsa dicotomía de partidocracia uruguaya versus locura argentina nos han educado. El no entendimiento, sin embargo, no es obstáculo para nuestros mediáticos. Sin demasiada vergüenza se talentea en los medios y siempre está el latiguillo a flor de piel “y... son argentinos”.
Pero argentinos y uruguayos compartimos demasiadas variables como para que nosotros siempre estemos del lado del bien. ¿No es llamativo cómo se ha instalado un discurso académicamente justificado de que nosotros somos mejores? ¿Mejores en qué, si los argentinos tuvieron una transición hacia la democracia juzgando a militares mientras que por aquí pactamos con silencio? ¿Mejores por qué? ¿La ciencia debe hablar en esos términos?
Los políticos... ¡qué gran tema! Si hay algo que vuelve amigos a los enemigos de nuestro elenco político es su antiperonismo. Hasta el surgimiento de este fenómeno promediando el siglo XX, cierta porción de nuestro staff había mantenido vínculos con el radicalismo argentino (algo de similitud entre Hipólito Yrigoyen y José Batlle y Ordóñez había). Luego, las diferencias se hicieron más flagrantes. Desde Jorge Batlle pidiendo perdón en un acting absurdo con Eduardo Duhalde, pasando por las pasteras y la idea de Tabaré Vázquez de pedirle ayuda a George Bush si se iba de las manos, nuestro antiperonismo histórico fue germinando hasta llegar al presente. En un nuevo hito de nuestro antiperonismo y antipolítica argentina, el martes pasado Luis Lacalle Pou dijo en una entrevista al medio argentino Todo Noticias (TN) con Alfredo Leuco –kirchnerista-albertista fóbico– que no estaba dispuesto a “obligar a los uruguayos a confinarse en un Estado policíaco. No se puede meter preso al que trata de ganarse el peso”, y que había apelado a la “vocación genética de libertad” que tienen los uruguayos, en una clara referencia opositora a la estrategia de Alberto Fernández en Argentina para frenar los contagios. Lacalle Pou, ni lerdo ni perezoso, se mostró de acuerdo con la idea de “infectadura” que han estado fogoneando los medios opositores al gobierno de Fernández. Me pregunto: ¿se frena una pandemia apelando a la libertad o responsabilidad individual? Visto los casos de estos días, ¿realmente logramos controlar la pandemia? Si efectivamente la controlamos, ¿lo hicimos apelando a la libertad individual, sin sopesar otras dimensiones importantes en el comportamiento de esta pandemia, como la densidad demográfica, el tipo de movilidad que tenemos en el país o la estructura del sistema de salud? Si nos comparamos con otras regiones de similares características, tales como Santa Fe, por nombrar una, ¿realmente somos tan excepcionales, tan buenos?
¿Pero qué es lo que hay en el fondo? Además de cierta simpatía de nuestro presidente por estar sentado con Leuco y luego con Viviana Canosa –y por lo tanto hablarle a un público ávido de mensajes antiperonistas– hay un posicionamiento político concreto. Hay una decisión explícita de pararnos del lado de enfrente a lo argentino. No fue casual que Lacalle haya decidido hablar justo en estos días a medios hegemónicos y radicalmente opuestos al gobierno. Pero ese movimiento de nuestro presidente habla, también, de quiénes somos nosotros y de quiénes son ellos. ¿Es tan distinta la derecha uruguaya al “gorilaje” argentino? ¿Es tan distinto nuestro actual gobierno del de Cambiemos de Mauricio Macri? ¿Es tan distinto nuestro diario El País a Clarín o La Nación? ¿Son tan distintos Nacho Álvarez y Baby Etchecopar? ¿Es tan distinto el blindaje mediático con el que cuenta nuestro gobierno hoy, del que se sigue beneficiando el macrismo?
A esta altura del partido, ¿no sería más útil empezar a indagar en las posibles similitudes que en las históricas –y ya retóricas– diferencias que tenemos con Argentina? Estoy segura de que ese ejercicio nos daría más herramientas para dejar de decir “y... son argentinos” y hacer alarde de nuestra “excepcionalidad”, para empezar a mirarnos y cuestionarnos más a nosotros desde lo que hoy somos: un país que el miércoles 15 de julio prendió fuego a una persona que vivía en la calle. Es verdad, no fue la primera vez, pero cambió en algo el contexto, ¿no?
Camila Zeballos es licenciada en Ciencia Política.