Hace semanas circula en diferentes medios la propuesta del Ministerio del Interior de crear un “arma jurídica” para la expulsión de personas extranjeras que cometen delitos en nuestro país. Como ya expusieron referentes con experticia en la materia en la nota de este mismo medio,1 esta propuesta no es una novedad para la normativa nacional vigente. La Ley de Migraciones 18.250 contempla varios de los argumentos esgrimidos por el jerarca de dicho ministerio ante la creación de una “nueva ley”.
En síntesis, la Ley de Migraciones expresa que haber sido condenado/a por delitos relacionados con el tráfico y trata de personas, lavado de activos, tráfico de estupefacientes y tráfico de armas en el país o fuera son impedimentos para el ingreso y permanencia en el país (artículo 45, literales C y D respectivamente), constituyendo motivos de expulsión del territorio nacional, junto con la falsificación de documentación, acto de terrorismo o de atentado contra los derechos humanos, o conducta reiterada en la comisión de delitos (artículo 47).
Asimismo, en su artículo 46 la ley indica que las causales denegatorias o de no renovación de la residencia para personas migrantes son la sentencia de penas mayores a dos años de penitenciaría y/o una conducta reiterada del delito. En todos estos casos, las personas que tienen calidad de refugio quedan por fuera de estos requisitos, dado que la normativa internacional y nacional otorga a nuestro Estado la obligación de protegerlas.
Si, como se ha indicado, el problema es la demora en la expulsión, la solución radica en agilizar los procesos judiciales pertinentes, y no en modificar la normativa.
“Extranjeros”, “migrantes”, “no nacionales” son algunos de los sustantivos que circulan para nominar a quienes alcanza dicha propuesta, pero ¿de quiénes hablamos cuando pensamos en personas extranjeras en cárceles? A partir de los datos oficiales sabemos que son 355 las personas no nacionales en cárceles uruguayas. Lo que no sabemos es si estas personas son migrantes –es decir, que residen en Uruguay–, si son personas en tránsito –que han ingresado al país con motivo de delinquir–, si han vivido en la frontera o si son personas retornadas y poseen doble documentación. A todas estas situaciones nuestro sistema penitenciario las engloba en la categoría de personas “extranjeras”. Su único elemento en común es su no nacionalidad uruguaya. Hablemos de aquí en más de “personas no nacionales” como un paraguas que abarca una diversidad tanto de trayectorias de movilidad internacional como de vínculos con nuestra sociedad y con el Estado.
No han sido públicos ni de fácil acceso datos en esta materia. El único dato que hay es que la población no nacional es de 2,5%, sus países de origen y género. No sabemos de qué porcentaje de personas migrantes hablamos, ni cuál es su situación migratoria –regular, irregular, residente temporal, permanente, etcétera–, ni cuántas de estas personas estaban en tránsito y delinquieron. Esto nos lleva a un punto neurálgico: las personas “extranjeras” objeto de esta preocupación no son todas personas a quienes “les abrimos los brazos”, pues muchas de ellas ni siquiera ingresaron al país, sino que pasaron la frontera o se encontraban en tránsito en algún aeropuerto. Esta ausencia de información es más que una imprecisión metodológica; el no tener la información necesaria obtura la delimitación del problema que los jerarcas señalan, que lejos de ser uno y simple, son varios, complejos y que requieren abordajes conceptuales, metodológicos, institucionales y políticos muy diferentes.
¿Cuál es entonces el problema que esta cartera propone afrontar? ¿Expulsar de manera “eficaz” a personas extranjeras vinculadas a “delitos graves”? Si es este el problema, el cambio sugerido parece no contribuir en ningún punto a solucionar el problema. Resta remitirnos a la normativa vigente, la que más que ser modificada exige una evaluación y seguimiento de su implementación.
Pero quizás el problema planteado sea de otro tipo: ¿es que a pesar de que “abrimos las puertas, con nuestras mejores tradiciones”, las personas migrantes igual delinquen? Esta formulación parte de dos supuestos que deberíamos cuestionarnos.
Uno es aquel que concibe que la gravedad del delito se agudiza si sus perpetradores no son de nacionalidad uruguaya, una suerte de sentido común nacionalista orientado a condenar con mayor fuerza a una persona no nacional que a un nacional por el mismo daño generado. Esta idea sobrevuela los imaginarios de quienes habitamos este país también en relación con el acceso al trabajo, la educación y la vivienda, en el entendido de que “los migrantes nos roban” derechos a las personas nacionales. “Es una barbaridad, especialmente porque son extranjeros”, señaló nuestro ministro en las declaraciones sobre los hechos del Chuy, y dio paso a hacer pública la propuesta en cuestión. En esta frase se manifiesta la mecánica de jerarquización de las personas a la hora de clasificar sus actos, particularmente ilustra el lugar que el origen nacional tiene en esta operación. ¿Un delito se agrava por el hecho de ser cometido por personas sin nacionalidad uruguaya? ¿Podemos seguir sosteniendo que todas las personas son iguales ante la ley con este tipo de supuestos?
Otro de los supuestos latentes en esta propuesta, sensibles a la opinión pública, es aquel que sostiene que el Estado y la sociedad uruguaya –trabajadora, responsable y con compromiso ciudadano– costea a las personas migrantes que vienen a vivir acá, y la cárcel parece no ser la excepción. ¿Existe acaso algún impuesto a la nacionalidad que pagamos sólo quienes nacimos acá? Pues quienes migran y vienen a trabajar a nuestro país, por ende, también son alcanzados por el brazo impositivo de nuestro Estado. De hecho, informes actuales muestran que “El único rasgo de vulnerabilidad en el empleo que parece no afectar a estos trabajadores [migrantes] es la informalidad en el empleo, que en 2018 es inferior a la informalidad entre trabajadores nativos” (Prieto Rosas y Márquez Scotti, 2019: 31).
Este conjunto de nociones y moralidades parecen ser fruto de la reproducción de un imaginario en el cual quienes no nacieron aquí tienen que “ganarse” los derechos, mientras que a quienes aquí hemos nacido sólo nos resta cuidarlos para no perderlos. Si las personas presas los tenían y los han perdido, en el caso de las personas migrantes esto se acentúa; no sólo no los tienen sino que ya ni se los merecen: no en este país.
En un país que está en el lugar 16 del ranking mundial de tasa de prisionización, resulta poco consistente depositar el problema presupuestal y de seguridad pública en la población migrante.
Nos acercamos ya al punto novedoso de la propuesta del ministro: la intención, según el subsecretario del Ministerio del Interior, es que la nueva normativa habilite la expulsión por parte del Ejecutivo de personas extranjeras “independientemente de su situación migratoria”. La propuesta es que los antecedentes penales, tratándose de delitos “graves” –que como mencionamos están contemplados en la normativa actual–, constituyan un obstáculo para la solicitud o renovación de residencia. Esta idea encierra, al menos, dos grandes problemas.
Por un lado, expresa un deseo de restringir los requisitos excluyentes para renovar o solicitar la residencia en nuestro país. Recomendaciones internacionales y experiencias de distintos países, incluyendo el nuestro, han demostrado que este tipo de medidas, lejos de contribuir al orden y la regularización de las migraciones, tiende a aumentar la vulnerabilidad de las personas migrantes, generando redes de tráfico y trata de personas. De hecho, fue justamente a partir de la captura de una red de trata y explotación en que las personas damnificadas eran migrantes que esta propuesta tuvo lugar. A pesar de ello, el discurso y la propuesta se concentraron en la extranjería de quienes cometieron el delito y no de quienes fueron víctimas de él.
Por otro lado, acarrea otro problema: ¿cómo afectaría esta propuesta a quienes migraron con su familia, o construyeron aquí relaciones de parentesco y familiaridad? El artículo 48 de la ley hace una excepción en los casos de renovación ante estas situaciones: “La cancelación de la residencia permanente o temporaria no se efectivizará en los casos en que la persona extranjera fuera madre, padre, cónyuge o concubino del nacional”. Cuando pensamos en la situación de personas migrantes en nuestro país, debemos tener en cuenta que en una amplia mayoría de los casos –no sabemos en cuántos por lo ya explicitado– estamos hablando de movilidad de familias, en la que niñes, adolescentes, mujeres, varones y demás personas construyen un proyecto vital compartido. Las consecuencias de la sentencia las “pagan” todes, no únicamente aquel a quien se le imputa. Vanina Ferreccio, antropóloga argentina, muestra en sus investigaciones cómo la personalidad de la pena se desdibuja a partir del encarcelamiento de un integrante de la familia: principalmente las mujeres padecen y acompañan este tránsito con visitas, estrés emocional y sostén económico. Estas son formas de pagar esa pena de forma “indirecta”. En casos de familias y migrantes en prisión, esto se potencia: no sólo pagan esta pena acompañando el tránsito por la cárcel, sino que deben pagar con su expulsión del territorio, mientras sus proyectos de vida se tambalean. Así, no debemos perder de vista que en estos casos, cuando hablamos de una expulsión, no es, en muchos de los casos, de una persona sino de un núcleo familiar.
Si bien este es un punto central para identificar los posibles efectos de una normativa de este tipo, es necesario señalar que en este caso la normativa exige un estricto seguimiento que asegure la viabilidad de la renovación de las residencias para migrantes con antecedentes. He aquí una de las fisuras de la ley que deben ser monitoreadas en la línea de los organismos internacionales para su regulación y no en la línea en cuestión planteada por nuestro gabinete.
En esta propuesta vemos reflejadas varias nociones y sensibilidades de nuestra sociedad que deberíamos interpelar, sobre todo aquellas vinculadas con la matriz nacionalista que habilita prácticas y discursos xenófobos, y que coloca el problema de la seguridad pública –y también del presupuesto penitenciario– en el eje de la extranjería, intentando proyectar el problema sobre un otro.
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en Uruguay 3,1% de la población es migrante y en cárceles asciende a 2,5%, que, como ya detallamos, no se corresponde en su totalidad con personas migrantes, sino con un genérico no nacionales. En un país que según el último informe del Comisionado Penitenciario Parlamentario está en el lugar 16 del ranking mundial de tasa de prisionización y que se encuentra en su pico histórico, resulta poco consistente depositar el problema presupuestal y de seguridad pública en la población migrante.
¿Son entonces las personas migrantes que cometen delitos un problema de seguridad pública?
A pesar de que tenemos una deuda académica, política e institucional de profundizar el conocimiento sobre este complejo fenómeno, podemos esbozar una respuesta. El problema es propulsar una normativa que promueve la expulsión de personas migrantes con un proyecto de vida en nuestro país, generando incertidumbre y precariedad en las condiciones y posibilidades de vida de otros seres que les rodean, alejándose aceleradamente de las propuestas de los organismos internacionales que enmarcan la migración como un derecho. Si entendemos que el ingreso y la permanencia de personas en situación irregular en el territorio nacional es un problema de seguridad, los esfuerzos deberían concentrarse en asegurar la documentación de esta población en los casos en que la ley no prevé la expulsión, y de asegurar las condiciones materiales para el egreso del país en los casos en que sí corresponda dicha medida.
Las propuestas de seguridad deberían desprenderse de un proceso de evaluación, seguimiento y acompañamiento de la aplicación de la Ley de Migraciones en materia penal, fortaleciendo el asesoramiento legal y políticas públicas que acompañen a las personas migrantes que egresan de nuestro sistema penitenciario para que se proyecten y su situación legal les permita hacer su vida en nuestro país.
Cecilia Garibaldi es antropóloga, docente e investigadora de la Universidad de la República.