La invasión de Rusia a Ucrania causa un fuerte impacto emotivo y demanda esfuerzos de comprensión. En los dos terrenos operan fuertes campañas internacionales que procuran alineamientos: se nos impulsa a incorporar interpretaciones de las causas y previsiones sobre los posibles desenlaces, a aceptar descripciones de cuáles son los bandos en pugna y a decidir de qué lado estamos.
No es fácil mantener una posición crítica que distinga la información genuina de la propaganda interesada, pero tampoco es imposible. La agresión armada de un grupo humano a otro se ha producido innumerables veces en la historia, casi siempre acompañada por relatos que intentan justificar las acciones de cada bando, y algo deberíamos haber aprendido, aunque hoy parezca que no aprendimos nada.
Entre los objetivos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), proclamados pocos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial, está el de la convivencia pacífica, con respeto a “la dignidad y el valor de la persona humana”. Tal objetivo, como muchos otros de la ONU, ha sido traicionado innumerables veces, a menudo en nombre de derechos nacionales a la seguridad. Así sucede una vez más, pero eso no significa que los acontecimientos actuales carezcan de importancia o de gravísimos riesgos.
Uno de esos riesgos es que nos convenzamos de que los propósitos de la ONU siempre fueron fantasías y de que la seguridad sólo se puede garantizar mediante el uso de la fuerza (¿tiene que ver esto con la LUC?: sí, tiene). Que no consideremos lo que ocurre hoy como una regresión, sino como una evidencia de que la ley básica siempre fue y será la de la selva.
Ese sería el gran triunfo de los más fuertes: el arraigo profundo de una concepción de las relaciones humanas basada en el conflicto, que le niegue al enemigo de turno la paz, la libertad e incluso la humanidad (o que considere mejor ni escucharlo, con el criterio de cancelación aplicado por el presidente de Antel a la cadena rusa RT).
El problema de la ONU no es que se plantee metas inalcanzables, sino que falta construir en ella una verdadera democracia, en beneficio de todos los pueblos. Así ocurre también en los países: no es que los derechos de cada persona sean ilusorios, sino que no se han desarrollado aún las relaciones sociales necesarias para promoverlos y garantizarlos.
Quienes viven en el territorio de las grandes potencias involucradas en un conflicto pueden engañarse, viendo el triunfo de su país como el mejor resultado dentro de los posibles. Pero en realidad no triunfan los países, sino élites económicas, políticas y militares; la derrotada es una multitud sin fronteras.
Quienes vivimos en países como Uruguay no podemos engañarnos de ese modo, salvo que nos sintamos parte de alguna abstracción vaga como la del “mundo libre”. El imperio de la fuerza sólo le plantea a los más débiles una opción entre someterse o ser sometidos. El Estado uruguayo ha defendido históricamente la solución pacífica de las controversias no sólo porque sea buena, sino también porque nos conviene. Recordémoslo.