No, lo del pasado sábado 7 de octubre no me tomó por sorpresa. Tampoco me sorprendió hace 50 años el comienzo de la Guerra de Yom Kippur, ni me tomaron desprevenido las intifadas y los choques alrededor y dentro de Gaza. No, no podría haber profetizado el día y las condiciones de los estallidos de esos terribles acontecimientos para todos los habitantes de Israel/Palestina, pues mi única fuente de información fue y es la intuición de que, en determinadas condiciones, las ollas a presión de problemas de fondo no resueltos (ocupación militar, refugiados, limpieza étnica y discriminación sistemáticas) tienden a explotar. Toda “normalidad” en ese contexto es engañosa y provisoria.
El terrorismo no comenzó el sábado de Sucot pasado ni cesará con el terror estatal que Israel impone a Gaza y Cisjordania desde hace décadas. He aquí algunos apuntes desesperados, lógicamente esquemáticos e influidos por el vaivén del acelerado baño de sangre.
El sangriento, espeluznante ataque del 7 de octubre es otro ejemplo de la criminal simetría asimétrica (ocupante y ocupado, un imponente ejército regular “occidental” frente a milicias irregulares muy bien organizadas y armadas, cada vez más radicalizadas y fanatizadas a raíz de la prolongación del conflicto y sus insoportables consecuencias en la parte más débil, los palestinos). Es un largo choque con mezcla de elementos religiosos, nacionales, culturales, étnicos y coloniales, donde de hecho, los civiles son “culpables hasta que se demuestre lo contrario”. Blancos legítimos (bebés, niños, adolescentes, mujeres, ancianos), siempre “daños colaterales”, pues unos crecerán para ser “enemigos”, otros son “simpatizantes” pasivos o activos, los demás “fueron algo” o son padres de “alguien”.
La memoria humana es corta, sobre todo en el caso de la sociedad israelí de la que soy parte, y usar impunemente el recuerdo del Holocausto (trauma aún vivo entre tantos de nosotros) se ha convertido cínicamente para los políticos israelíes en un arte sofisticado y efectivo, sobre todo frente a los gobiernos europeos y la política de Estados Unidos. Para los últimos, sobre todo, es funcional a la narrativa infantil, provinciana y manipulada, que responde pavlovianamente a los estereotipos de los “buenos blancos y occidentales” contra los “malos orientales de color, negros, rusos o chinos”. Valga como ejemplo la “visita de la vieja dama” “Superman Biden” ahora a Tel Aviv…
Desde mi casa en Tel Aviv, tanto el engañoso silencio como el “ruido” ensordecedor y patriotero de los medios de comunicación masivos (salvo excepciones valientes pero absolutamente minoritarias), mucho más que las alarmas antimisiles, no dan cuasi lugar a márgenes de mínima cordura. El lógico dolor, espanto e indignación ante los hechos del 7 de octubre pasado no pueden ni logran impedir ver las cosas en su contexto y devenir. La soledad, para quien no se pliegue al tribalismo victimista, es casi total.
Las comparaciones ayudan mucho, aunque nunca son exactas ni iguales, pero si en el fondo la Guerra de Yom Kippur (octubre de 1973) estalló básicamente porque Golda Meir y Moshé Dayan se aferraron a la consigna de “preferible Sharm el Sheij sin paz a paz sin Sharm el Sheij”, Sucot 2023 estalló porque siguió siendo preferible “dos entidades palestinas enemistadas –Hamas en Gaza, OLP en la Cisjordania Palestina– a un acuerdo político que conllevara una paz acordada”, por difícil que fuera.
La angustia y la aprensión del grueso de la sociedad israelí, desde la derecha a la “centroizquierda” sionista (la palabra de moda ahora es “liberal”), no tienen sólo que ver con las masacres del 7 de octubre, sino con el derrumbe de la imagen paradigmática de Israel sionista como refugio seguro para los judíos del mundo, el mito del “judío nuevo” (productivo y luchador) en contraposición con el “judío diaspórico” (indefenso y ocupado con luft guesheft, “negocios volátiles”). Agreguen a esto la ilusa concepción “paloma” de que todos los males y pecados de Israel comenzaron después y a raíz de la Guerra de los Seis Días (junio de 1967). Herencia maldita que no es sólo el fruto de la ultraderecha fascista que gobierna desde principios de 2023 (que aparte de tener un equipo gobernante absolutamente inepto usó políticamente al Ejército y la Policía en un despliegue imponente y criminal para satisfacer a los colonos judíos en la Cisjordania ocupada, en vísperas del 7 de octubre), sino que arranca desde 1948-1949 con la creación del Estado de Israel y la Nakba palestina.
Todo esto no conlleva negar el derecho de autodeterminación de la población judía de Palestina en los días de 1947-1949, pues sería perder de vista el contexto específico del mundo y la zona en esos aciagos años durante y después del Holocausto. Hoy se tiende a olvidar que “el imperio del mal” soviético apoyó la decisión de la Organización de las Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947, reconoció de jure y ayudó con armas (checas) y asesoramiento al joven estado, mientras que su Declaración de Independencia fue refrendada también por el Partido Comunista antisionista. No entraré ahora en las propuestas de solución; estas existen y lo que falta es disposición política y un peso exterior decisivo y consensual que contemple las necesidades básicas de cada pueblo.
Los paradigmas del centro y la “izquierda” liberal cerradamente pronorteamericanos (más pro que la propia derecha) tambalean y crean una frustración peligrosísima. No es casualidad que las impresionantes manifestaciones por la democracia étnica judía del corriente año hayan eludido sistemáticamente plantear las cuestiones existenciales de Israel –el cáncer de los territorios palestinos ocupados y el apartheid imperante ahí (opresión directa y limpieza étnica progresiva en Cisjordania, e indirecta sobre esa cárcel que es la Franja de Gaza)–. Al margen del grueso de los manifestantes (sobre todo en Tel Aviv, epicentro semanal del bloque autodenominado liberal), un grupo muy minoritario agitaba las banderas del “bloque contra la ocupación”. Es difícil negar que, al margen del desastre de inteligencia militar, el 7 de octubre demostró que sin una solución política radical en dirección a un acuerdo de paz con los palestinos, la cuestión democrática israelí no tendrá asidero real. Esta vez algo cambiará de fondo en la sociedad israelí, y no parece que sea para bien.
No por casualidad el 15 de octubre declaró (¿un lapsus?) el ministro de Defensa, Yoav Gallant, en una reunión con tropas apostadas alrededor de la Franja de Gaza: “Nos equivocamos, pensamos que Hamas era el mal menor. Resultó ser la maldad personificada”. ¿“Mal menor” en relación con qué y con quién? ¿Con la ANP (la Autoridad Nacional Palestina) surgida en los acuerdos de Oslo, con sede en Ramallah? Los días anteriores al 7 de octubre, en plenas negociaciones con Estados Unidos y Arabia Saudita, las autoridades israelíes se expresaban despectivamente hacia la ANP, tildando al presidente Mahmud Abbas (Abu Mazen) –completamente desprestigiado a los ojos de los propios palestinos antiislámicos por la política negacionista de Benjamin Netanyahu– de “alcalde de Ramallah”… El primer ministro israelí también logró imponer el relato que adjudica la causa de la no solución del “problema palestino” en la política de Irán. Mercadería bien recibida en Washington.
La “normalidad” israelí tan afamada (turismo, alta tecnología, aumento del nivel de vida y una sociedad respetuosa de la diversidad sexual) saltó por los aires a manos del “mal menor”.
¿Quién parará esta locura colectiva? ¿Quién evitará la debacle total de una "Guerra Santa" en la que sólo habrá perdedores? Estamos "progresando" a mil años atrás, a la época de las Cruzadas...
Repito, es angustiante tratar de expresarse con cierto criterio humano universal estos días desde Israel. En el mejor de los casos, parecería que es como hablar con las paredes, pues más que durante cualquier guerra u operación anteriores, la palabra y el idioma son manoseados en forma criminal e impune. Pero no despreciemos a las “paredes”; el mundo virtual está vigilado, y si alguien se atreve sólo a expresar preocupación por la masacre de la población civil en Gaza, pende sobre su cabeza la amenaza del inspector general de la Policía, Kobi Shabtai, quien se preocupará de enviarlos en ómnibus a Gaza (Haaretz, 19/10). Esto dirigido sobre todo a la ciudadanía árabe palestina en Israel, pero no sólo…
Y como se podía esperar ante un “mundo”, una “comunidad internacional” y una “opinión pública mundial” (alineados mayoritariamente como zombis detrás del Tío Sam), la teoría dicotómica de la lucha entre “civilización y barbarie” comenzó a funcionar a toda máquina. Desde Biden hasta el más grosero de los influencers proisraelíes, todos repitiendo los peores libretos hollywoodenses: los buenos vaqueros contra los malos y traidores indios o mexicanos, los heroicos y morales marines contra los malos vietnamitas o aberrantes iraquíes (recuerdo como niño a los símbolos de la barbarie de los años 50, los “mau mau” de Kenia que asesinaban a los inocentes colonos blancos británicos y sus colaboradores en ese país africano).
Como expresé antes, y con 55 años de vida en este país, sobrevivir con algún tipo de equilibrio emocional y conceptual es muy difícil. Esto, entre la orgía de sangre y vandalismo de las unidades del Hamas en nombre de la justa causa de libertad y resistencia palestinas, y los crímenes de lesa humanidad de “nuestra” maquinaria militar, dirigida por un gobierno que, como nunca, deshumanizó a los palestinos. Con ministros que declararon desde el vamos que llegó la “hora decisiva” (Nakba 2), e implementan medidas y provocaciones para que la resistencia palestina en la ex Cisjordania se active, y encontrar las excusas para acelerar la limpieza étnica progresiva. Y esto también ocurre en el propio Israel frente a la minoría palestina de ciudadanos israelíes (20% de la población total).
¿Quién parará esta locura colectiva? ¿Quién evitará la debacle total de una “Guerra Santa” en la que sólo habrá perdedores? Estamos “progresando” a 1.000 años atrás, a la época de las Cruzadas…
Carlos Lewenhoff es periodista e investigador en temas de Crítica Cultural en Israel, residente en Tel Aviv.