El fatídico año electoral de 2024 en Estados Unidos comienza con discursos cruzados de Joe Biden y Donald Trump en el aniversario del 6 de enero.
Las elecciones presidenciales son fatídicas porque prometen una revancha que a casi nadie le gustaría volver a ver. El choque entre los dos contendientes de edad avanzada que, más allá de las cuestiones de registro, confirma lo que todos sienten: Estados Unidos, superpotencia occidental, “democracia fundadora” y “faro de libertad”, no ha procesado aún el profundo proceso político, institucional y, diríamos, antropológico que hace tres años lo llevó al borde del precipicio y de un golpe de Estado.
Hace tres años, el Congreso fue asaltado por una turba incitada por el expresidente, en un intento de descarrilar la toma de posesión de su sucesor legítimamente electo. Hoy de nuevo candidato, superviviente de dos juicios políticos, con múltiples imputaciones, pero si acaso precisamente por eso aún más venerado por la base, ese mismo instigador vuelve a apuntar su lanzallamas demagógico a las normas y convenciones de la democracia constitucional.
Realmente nunca se detuvo. Desde su “exilio” ha seguido desparramando el victimismo agresivo que caracteriza a muchos populistas de derecha en el mundo. Nunca ha negado la gran mentira de las elecciones “robadas”, y las instituciones han sido incapaces de contener al demagogo subversivo con el impeachment, un instrumento constitucionalmente ordenado, pero saboteado por la connivencia de un Partido Republicano radicalizado. Ahora Donald Trump pesa sobre la psique del país como el tirano mefítico e iracundo representado en su fotografía policial. El insidioso ritmo de violencia que ha introducido en el diálogo y la vida pública de la nación, que se expresa en sus oscuros y destartalados mítines, se cierne como una amenaza subversiva sobre la campaña electoral.
Biden se complace en repetir, como lo hizo nuevamente en su último discurso, que no se puede estar a favor de la democracia y la insurrección al mismo tiempo. Los trumpistas están dispuestos a repetirlo como prueba de lealtad patriótica y cristiana, dado que, como dice el video publicado esta semana en su canal Truth, “Dios hizo a Trump”. Los reflejos apocalípticos están por todas partes: en su contradiscurso Trump dijo que se trata de redimir al país “del infierno”.
Más que un reinicio, este 6 de enero marca, por tanto, un regreso al punto de partida en una espiral descendente, en el que la dialéctica política normal es un recuerdo lejano. Biden, que surgió como una opción “normalizadora” después del error trumpista, ha logrado numerosos objetivos económicos (la inflación se redujo a la mitad, empleo récord, crecimiento del PIB, aumento de salarios) que en un contexto tradicional casi con seguridad serían cartas ganadoras para un presidente en ejercicio. Pero en el período pospolítico y de identidad, en las encuestas está por debajo de cero. Nada ha servido para pacificar a un país que sigue resentido y furiosamente dividido.
No sólo no hay mediación posible entre dos partes en divergencia ética, filosófica y “ontológica”, sino que el “divorcio nacional” propugnado por muchos ya está, en muchos sentidos, consumado. Los Estados Unidos hoy son dos países. De hecho, hay una América en la que se permite la interrupción del embarazo y otra en la que el aborto está estrictamente prohibido, bajo pena de prisión, y existen organizaciones semiclandestinas para el transporte de mujeres de estados prohibicionistas a “territorios libres”.
No sólo no hay mediación posible entre dos partes en divergencia ética, filosófica y “ontológica”, sino que el “divorcio nacional” propugnado por muchos ya está, en muchos sentidos, consumado. Los Estados Unidos hoy son dos países.
Existe una superpotencia de poder blando cultural y una nación en la que los libros de texto escolares se “corrigen” para redactar versiones de historia nacional purificadas de “narrativas perjudiciales para el patriotismo”. El frío de la censura y las inquisiciones macartistas ha caído sobre las universidades: las universidades de algunos estados cancelan colaboraciones con universidades de distritos reaccionarios. Los estados reaccionarios fortalecen las fronteras internacionales y envían inmigrantes ilegales como escudos humanos al territorio “enemigo”.
La transformación en “democracias” de estados como Florida y Texas, donde la agenda política pero también una nueva “hegemonía cultural” de derecha es impuesta por el Estado con fuerza de decreto, representa un modelo potencialmente replicable en otras naciones donde la derecha populista toma el poder. En la fórmula americana han vuelto con fuerza dos corrientes atávicas del país: el secesionismo y el fundamentalismo religioso. En el pasado, brechas similares entre el gobierno federal y los estados “rebeldes” han llevado al despliegue de la Guardia Nacional y a una guerra civil.
Hay que reconocer a Biden, que define el 6 de enero como “el día en que casi perdemos a Estados Unidos”, por utilizar, a diferencia de gran parte de la prensa, una terminología apropiada cuando define el movimiento trumpista como semifascista. En su discurso volvió a plantear las elecciones como una elección entre el autoritarismo y la democracia que promete “defender hasta el final”. El hecho de que este tipo de encuadre sea una estrategia electoral no significa que no sea cierto: la aceleración de los últimos seis años ha llevado a Estados Unidos a una situación que hasta hace poco habría sido una fantasía política.
Sin embargo, la manifestación que convoca en torno a los valores constitucionales supone que la insurrección todavía despierta en todos los estadounidenses la indignación que se esperaría en un régimen democrático. Está muy claro que hoy no es así: las últimas encuestas revelan que hoy sólo el 62% cree en la legitimidad de las elecciones (hace un año era el 69%), el 21% cree que la insurrección fue “mayoritariamente pacífica” y una cuarta parte cree que el propio FBI lo organizó. Una demostración impresionante del poder corrosivo de la desinformación generalizada, y que sólo está destinada a empeorar.
Y la posible administración Trump 2.0 seguiría un plan que ya ha sido revelado: el Proyecto 2025, redactado por la Heritage Foundation, es un programa detallado para la rápida instalación de leales en cada puesto clave del aparato estatal, el uso del Ministerio de Justicia para la persecución de enemigos políticos y personales y el uso del Ejército para sofocar posibles protestas. Un gobierno de ajuste de cuentas, como él mismo asegura, de retribución: venganza.
Si no logra ganar las elecciones, el plan B está listo, como lo estuvo en 2020. Según el teorema de la conspiración en su perjuicio al que ya apela, una derrota sería una prueba irrefutable de fraude y una llamada a las armas para los patriotas. También esta vez, como hace tres años, la “denuncia” preventiva apunta, en caso de derrota, a un resultado violento e inevitable.
Sea como sea, incluso si el conflicto no termina de manera impredecible, difícilmente será el final del conflicto al que el país está luchando por encontrar una solución y que ha hecho de Estados Unidos una democracia sólo parcialmente operativa, incluso en este momento, en el que el destino del mundo depende de sus acciones, nos guste o no.
Luca Celada es periodista italiano. Este artículo fue publicado originalmente en Il Manifesto.