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La bala de plata

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La guerra contra las drogas se realimenta permanentemente. Julio Guarteche usaba la imagen de la hidra para enseñar cómo el narcotráfico se fortalecía cada vez que le cortaban una cabeza. Con esta guerra pasa lo mismo. Fracasa en una región y época y resurge con más fuerza en otras. Lo trágico es que se siguen haciendo las mismas cosas y reinventando la famosa bala de plata que sería la solución total. La nueva bala de plata que justifica el fracaso total de un enfoque son los allanamientos nocturnos. Ah, sí, con eso se resolvería todo. Y de vuelta se insinúa la incorporación de las Fuerzas Armadas a la guerra. Un disparate.

Ahora, con la crisis de violencia en Ecuador, algunos promueven la alarma que sirve para justificar todo. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, pasa a ser una referencia. Propongo esperar al último capítulo de esta serie salvadoreña. Las maras no son un invento del maléfico. Son el resultado de varias generaciones de gente pobre postergada, expulsada del país, y que se organizaron en Estados Unidos para volver en forma de crimen organizado a su propio país.

La crisis en Ecuador muestra no sólo la resiliencia de los presos, sino la capacidad empresarial que tienen las bandas organizadas. Que pueden incluso desde la cárcel manejar su negocio, sus empresas. Digámoslo en el lenguaje que bien nos enseñó el esclarecedor reportaje que le realizó el agente publicitario de Sebastián Marset: una cosa es el negocio y su empresa, otra es la familia. En la cárcel se aprenden cosas buenas y cosas malas. Las drogas son malas. Legalizarlas no es un camino.

Ahora muchos promueven la alarma, que en política de drogas siempre está al servicio de avasallar derechos y garantías, de la guerra. Hay varios interesados en esto. Lo peor: se intensifica la violencia del Estado, de la Policía. Siguen aumentando penas y llenando de gente pobre las cárceles. Que revientan por hacinamiento. También pueden pasar otras cosas, y las estamos viendo.

El comisionado parlamentario para el sistema penitenciario, Juan Miguel Petit, está cansado de denunciar esta situación. Pero nadie le da pelota. Hay que regular los mercados. Los ilícitos en forma urgente. Es un absurdo seguir manteniendo la prohibición total que lo único que alimenta es a las mafias y a la corrupción policial y de otros sectores. No detiene la demanda y el consumo.

Pero regular los mercados legales también. Porque sin vigilancia y con corrupción pueden atentar contra la salud pública y generar tantas muertes como las bandas criminales.

Los hechos de velada o manifiesta corrupción de la Policía y de ciertos políticos (ni que hablar de la impunidad de que han gozado los militares terroristas) son figuras simbólicas que de alguna manera promueven la impunidad de los pobres diablos encerrados. ¿Por qué ellos no? No sólo no se piensa en que cuando salgan van a volver a delinquir, sino que parece ignorarse que desde adentro siguen dirigiendo sus empresas. La pregunta nada ingenua es: ¿cómo ingresan tantas cosas a las cárceles y pueden operar desde allí?

Los grupos organizados en el negocio del crimen de alguna manera son una respuesta que se vistió con los oropeles del nuevo mundo neoliberal. Estado mínimo, libertad total del mercado, desregulación, ultra consumo.

No sólo ha crecido el crimen organizado. El crimen desorganizado y semiorganizado también. Recientemente se hicieron varios reportajes al sociólogo y criminólogo Marcelo Bergman sobre su excelente libro El negocio del crimen. Aporta al análisis con encuestas y cifras contundentes y un buen razonamiento sobre el tema. Habla de la paradoja de América Latina, donde hubo 20 años de crecimiento económico, cierta baja de la desigualdad y aumento del consumo. A pesar de ello, seguimos siendo el continente de mayor aumento de la criminalidad. También, a pesar de la caída, continuamos teniendo el récord de desigualdad social. Pero el señalamiento más interesante es la conexión de los mercados ilícitos con los mercados legales. No sólo en el terreno de la ruta del dinero de todo el crimen y la corrupción –ya con eso tenemos bastante– sino de otras mercancías (así debemos llamarlas) que sólo tienen comercialización entre la gente de bien. Un millón de autos se roban en todo el continente. Su destino para autos de alta gama es la exportación. Pero el resto son autopartes que se comercializan libremente en mercados legales. Lo mismo pasa –y no hay cifras porque son millones– con los dispositivos electrónicos: celulares, laptops y computadoras. El rubro drogas es uno de los mercados más dinámicos. Pero no es sólo en ese rubro que gira el emprendedurismo ilícito del crimen. Tráfico de armas, tráfico de personas, contrabando, extorsiones.

Es llamativo que los que promueven el ultraliberalismo del Estado mínimo y la desregulación total luego griten alarmados por estos fenómenos. Los aprendices de brujo no saben cómo detener esta deriva. Son liberales a medias. Dejar hacer, sí. Dejar pasar a los pobres que desde el sur emigran hacia el norte por el hambre, no. Enfrentamos la peor de las calamidades y emergencias humanitarias. No sólo el Mediterráneo ha pasado a ser una tumba colectiva. Lo es también el río Bravo y toda la frontera norte en Estados Unidos.

Han creído que los jóvenes, las mujeres y los pobres, los postergados de las poblaciones negras u originarias, se iban a resignar y soportar todo. Ahí están los energúmenos seguidores de Jair Bolsonaro, con sus minas ilegales de oro sometiendo a la población yanomami, ahora defendida por Lula.

Los grupos organizados en el negocio del crimen de alguna manera son una respuesta que se vistió con los oropeles del nuevo mundo neoliberal. Estado mínimo, libertad total del mercado, desregulación, ultraconsumo e individualismo emprendedor.

Entre todos los locos que han aparecido en el horizonte político y antropológico de nuestras Américas, Bukele insinúa ahora la solución final. El exterminio. Como los delincuentes no son personas, no tienen derechos. No se proclama la pena de muerte colectiva, pero el sistema que promueve apunta a eso. Lo trágico y pavoroso es que mucha gente aplaude estas salidas, que no son salidas. Son el ingreso a un nuevo círculo del infierno. Estamos a tiempo de reflexionar, salir de la alarma y el crecimiento punitivo intentando otros caminos. En Uruguay hemos acumulado mucha experiencia. Algunas rescatables. Otras han sido fracaso tras fracaso. Me comprenden las generales de la ley. El consenso para diseñar políticas públicas en este terreno es importante, pero la voluntad de consenso per se no puede ser lo único. Se forjan acuerdos sobre la base de que cada sector, organización social, partido político y círculos académicos digan la suya. Incluso con participación social, como se hizo en algunas mesas de convivencia.

Eso sí: despojándose de la tentación de tener la bala de plata que soluciona todo.

Milton Romani Gerner es licenciado en Psicología. Fue embajador ante la Organización de los Estados Americanos y secretario general de la Junta Nacional de Drogas.

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