En 1970, en aquellos conmocionados tiempos en los que la violencia asediaba las almas de los uruguayos, Wilson Ferreira Aldunate, uno de los más claros y brillantes políticos que ha tenido Uruguay, advertía que el país estaba sufriendo “un proceso lento pero inexorable de descaecimiento de las normas constitucionales” y se preguntaba dónde terminaría. Tres años después, lamentaba hasta dónde había llegado la tambaleante democracia uruguaya al reducir las garantías de los ciudadanos por la amenaza a la seguridad: “Quizás en alguna oportunidad hayamos olvidado que para imponer la libertad, el arma más poderosa que el hombre ha inventado es la propia libertad”.
Sin dudas son épocas pasadas, y la violencia política ha quedado muy atrás afortunadamente, aunque todavía nos siguen acuciando las heridas aún abiertas.
Pero el problema de hasta dónde estamos dispuestos a reducir las garantías constitucionales para reducir la violencia enquistada en la sociedad nos sigue persiguiendo, con la misma advertencia de esas históricas palabras.
Hoy el problema es la inseguridad provocada por el delito, los homicidios, el narcotráfico, etcétera. Para algunos, estamos frente a una emergencia comparable con una especie de epidemia de violencia, para la que existen dos recetarios contrapuestos. Uno es el de la mano dura, la rebaja de garantías a los ciudadanos, que aseguran que no afectará a los ciudadanos “de bien”.
Sin embargo, aquellos que profundizan en los estudios políticos, sociales y económicos concluyen que el mayor problema de la violencia tiene un nombre singular: la desigualdad. Una cosa es prevenir y reprimir el delito, otra es ignorar las causas profundas de su desarrollo y extensión.
Pero esto no es un diagnóstico de izquierda o de una academia socialmente comprometida, sino de los propios organismos internacionales en los que participa Uruguay, que reconocen como el principal problema generador de las condiciones de violencia en América Latina a la altísima desigualdad de las formas de vida.
Pues bien, una receta aplicada en forma reiterada ha sido el endurecimiento de los aparatos represivos, la inflación penal, tanto en la elevación de las penas como en la creación de nuevos delitos, y un reiterado llamado a la disminución de las garantías democráticas, concediendo mayores atribuciones al poder frente a las personas, sacrificando derechos reconocidos ante el altar de la seguridad ciudadana.
La guerra contra las drogas, la utilización de aparatos policiales militarizados, la propuesta de utilizar los ejércitos para la represión interna, el encarcelamiento masivo ya han sido aplicados en diversos países.
En la mayoría, incluso en Estados Unidos, el mayor éxito logrado fue encarcelar a grandes contingentes de los sectores más vulnerables, pobres y discriminados de la sociedad. Ahora están tratando de revertir esa situación no sólo por el costo social, sino por el costo económico que les ha significado. Y la violencia sigue ahí.
Después de más de medio siglo de la declaración de guerra a las drogas, en la década del 70 en Estados Unidos, la mayor potencia del mundo logró también ser la nación con más presos en la región y, sin embargo, el narcotráfico creció, se desarrolló en forma global y logró presencia en todos los países del mundo, además de que Estados Unidos continúa siendo el país de mayor consumo de cannabis y el segundo en cocaína.
Pero si el narcotráfico y el crimen organizado (que está mucho más diversificado que el narcotráfico) son una enfermedad, las políticas represivas (que se sienten limitadas por las garantías de los derechos humanos) representan, en el mejor de los casos, un analgésico que pueda, tal vez, en su mejor momento, lograr un alivio transitorio, aunque la infección continúe inmutable.
Uruguay lleva mucho tiempo aplicando esa receta, y a lo largo de los años posteriores a la dictadura (salvo en cortos períodos de tiempo) optamos por aumentar las penas, los delitos, la inversión en seguridad pública y privada, etcétera. El resultado de ello ha sido que en 20 años hemos triplicado el número de personas privadas de libertad, convirtiéndonos en uno de los países con más presos por habitante. Pero en la cuenta final no se ha reducido la violencia en la sociedad y se mantienen las condiciones indignas para los privados de libertad, no sólo por el hacinamiento, sino porque representan, como lo señalara el comisionado parlamentario, formas de tortura y tratos crueles, inhumanos y degradantes.
La propuesta de los allanamientos nocturnos
Ahora la solución parece estar en eliminar una garantía que está en nuestra Constitución desde hace casi dos siglos: la prohibición del allanamiento nocturno de los hogares.
Seamos claros: los allanamientos nocturnos están permitidos, con la única excepción de los hogares. Si hay un comercio o se presume que lo que existe se trata de una boca y no de una casa de familia, el allanamiento se hace sin problema. Incluso se permiten en los casos de violencia doméstica, uno de los delitos que más han crecido en el país.
Realmente no creemos que Sebastián Marset y sus colegas estén seriamente preocupados por la posibilidad de los allanamientos nocturnos. No son ellos, evidentemente, los que serán afectados por este cambio constitucional.
Cabe preguntarnos entonces: ¿en cuántos de esos hogares que se pretende allanar la Fiscalía y la inteligencia policial presumen que se encuentran las toneladas de droga que se distribuyen en el país o se embarcan hacia el extranjero? ¿Cuántos grandes traficantes o zares de la droga se ocultan en la noche en los hogares que resulta preciso allanar para terminar con la droga u otras formas de criminalidad? ¿Cuáles son los datos, fundados, serios y contundentes, que nos permitan razonablemente concluir que es al amparo de la noche, refugiados en los hogares, que los principales responsables de los crímenes van a poder ser encontrados? La propia Policía duda de la eficiencia y expresa sus temores de generar daños mayores y riesgo para sus propios funcionarios.
Tenemos una Policía eficiente y también un sistema de Justicia que ha logrado detener y condenar tres veces más delincuentes de los que teníamos hace 25 años. A pesar de ello, se reclama disminuir las garantías a los ciudadanos para enfrentar una criminalidad creciente sin enfocarnos en cuál es la causa profunda de la creciente criminalidad.
Desde el actual gobierno surgen además incoherencias respecto de la situación. Para el senador de Cabildo Abierto Guido Manini Ríos, vivimos una emergencia por el aumento del delito, mientras que para el gobierno se ha logrado bajar los delitos y mantener estable la tasa de homicidios. Si esto último es cierto, ¿por qué disminuir las garantías de los ciudadanos cuando se está triunfando en la lucha contra la criminalidad? Y si Manini tuviera razón, ¿por qué perder para siempre una garantía que, una vez finalizada la emergencia, no se volverá a reeditar? ¿Cuáles serían las demás garantías que deberíamos eliminar?
Además, ¿por qué una medida que disminuiría las garantías de todos los ciudadanos permitiría modificar la situación de emergencia, cuando en realidad sólo contribuiría, en el mejor de los casos, a perseguir las pequeñas bocas del narcomenudeo, sin atacar los intereses de los grandes traficantes?
Realmente no creemos que Sebastián Marset y sus colegas estén seriamente preocupados por la posibilidad de los allanamientos nocturnos. No son ellos, evidentemente, los que serán afectados por este cambio constitucional.
Las garantías de los derechos humanos establecidas en los artículos 7 a 72 de la Constitución tienen un sentido de tutelar a las personas frente a los eventuales abusos del poder. Esa garantía no distingue entre los abusos del poder directamente ordenados desde las jerarquías o simplemente realizados por los ejecutores de las políticas públicas en el escenario. Y la noche ha sido y sigue siendo el momento de mayor vulnerabilidad para las personas.
Se ha pretendido señalar que las garantías frente a estos abusos pueden ser dadas por la ley. Pero cuando los derechos se han consagrado constitucionalmente, es porque la experiencia histórica ha demostrado que los legisladores, presionados por la demagogia política o por situaciones de gravedad, pueden llegar a establecer leyes que desconozcan estos derechos e incluso derechos constitucionales.
El mundo tiene tristes experiencias al respecto, empezando por la normativa de seguridad establecida por la administración de George Bush después de los atentados terroristas de 2001 y, peor aún, la interpretación que se hizo al respecto. Recordemos que un valiente operador informático (Edward Snowden) denunció los mecanismos, ya fuera de control, que la CIA estaba aplicando internamente en el propio país. O simplemente recordemos el consejo de los abogados convocados por Bush, que interpretaron que el “submarino” no era tortura.
Recordemos que, a pesar de la prohibición expresa de la pesquisa secreta en nuestra Constitución, se han identificado seguimientos e investigaciones ilegales a personas públicas dentro de nuestra democracia, una de las más perfectas del mundo según los analistas.
Y volvemos a preguntarnos: ¿qué seguirá después de los allanamientos nocturnos? ¿El levantamiento del secreto de las comunicaciones entre privados? ¿La eliminación de la prohibición de las pesquisas secretas? ¿Cuántas garantías más deberán caerse para poder combatir el crimen con efectividad?
Claro que muchos pensarán, como lo ha planteado algún legislador exoperador judicial, que el olfato policial no activará allanamientos nocturnos en los lugares donde viven los ciudadanos “de bien”, es decir, alguno de esos lugares donde viven varios de los más importantes traficantes de la droga, como se ha demostrado últimamente, sino solamente en aquellos barrios marginales donde existe el narcomenudeo. Pero seguramente no le importa, porque piensa que en esos barrios sólo viven delincuentes o familiares de delincuentes, y si alguno no lo es, simplemente será un daño colateral. Pero las herramientas pueden ser usadas para atentar contra su dueño.
Cuando se propuso en el Parlamento esta medida de reforma constitucional, se habló de la bala de plata para acabar con los homicidios y la droga. Sin embargo, hoy los candidatos que apoyan esta iniciativa aclaran que no es sino una herramienta más que se necesita para combatir el crimen, pero que con eso no va a alcanzar.
Por ello volvemos nuevamente a la reflexión de Wilson. ¿Dónde piensan los promotores del allanamiento nocturno que se va a detener este proceso? ¿Cuáles serán las próximas garantías constitucionales o legales a reducir?
Daoíz Uriarte es abogado.