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Disparando por la ciudad en moto, resistiendo el encierro

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Los jóvenes que viven en barrios plebeyos se miden con una ciudad cada vez más hostil. Una ciudad no sólo más fragmentada, sino que tiende a compartimentarlos. Los jóvenes tienen cada vez más dificultades para salir del barrio y pasear o deambular por el resto de la ciudad. La circulación furtiva y ostentosa con sus motos constituye una táctica que desarrollan para surcar la ciudad, resistir el encierro y reivindicar el derecho a la ciudad.

Eludiendo la compartimentación barrial

En las últimas semanas los vecinos de Montevideo asisten estupefactos a las caravanas de motos conducidas por jóvenes. Provienen de distintos barrios y se reúnen en un punto de la ciudad, para después recorrerla metiendo alboroto. No son eventos calculados, pero tampoco azarosos: los encuentros se pautan por las redes sociales hasta que se transforman en un novedoso ritual juvenil. La persecución policial, la indignación de los vecinos, el miedo de los comerciantes forman parte del juego.

Ese juego tiene una historia oculta: la compartimentación de los jóvenes. No estoy haciendo referencia a la segregación espacial, sino a la compartimentación barrial. No sólo se trata de reconocer el papel que juega la segregación, sino, además, sus efectos sobre la vida de los jóvenes cuando esta se organiza a través de determinadas instituciones o circuitos institucionales y tienen un acceso desigual al “derecho a la ciudad”. Dicho en otras palabras: aquello que se segrega o aparta hay que contenerlo, neutralizarlo, ralentizarlo. De modo que hablaremos no sólo de los jóvenes separados (segregados), sino de los jóvenes separables (compartimentados). La compartimentación territorial profundiza la brecha espacial (la segregación espacial) y refuerza la brecha seguritaria existente.

Juegos furtivos y ostentosos

La diferencia entre tener y no tener una moto puede ser la diferencia entre tener y no tener trabajo, pero también entre ser o no detenido por la Policía, tener o no tener acceso a la noche donde tiene lugar el ocio recreativo. La moto es el medio de transporte más barato para atravesar el paisaje urbano, recorrer largas distancias por la ciudad y hacerlo de manera rápida. Cuando el sistema de transporte público es caro o deficiente, si el ómnibus no pasa o tarda en llegar, o, lo que es peor, ya no pasa después de determinada hora, entonces la moto se transforma en la mejor alternativa. No sólo es una herramienta de trabajo, no sólo es la manera de llegar puntual al trabajo que se consiguió, sino, por un lado, es la táctica para eludir los controles policiales y, por el otro, la mejor oportunidad para abrir el día y acceder a la noche.

La moto es el medio de transporte preferido de los jóvenes que viven en barrios plebeyos para salir disparando del barrio sin ser molestados por las policías, detenidos y cacheados por las fuerzas de seguridad preventiva. Detenciones que no siempre llegan con buenos modales, sino que vienen con mucho destrato y maltrato verbal y corporal. Detenciones que vienen con risas, burlas y gritos, llegan con provocaciones e imputaciones falsas, comentarios misóginos, etcétera. Hostigamientos menores que se viven con humillación, generan vergüenza, agreden la dignidad de los jóvenes y cuestionan su identidad. Sobre todo, cuando los jóvenes en cuestión comparten determinados estilos de vida y pautas de consumo: andan con ropa deportiva, usan gorrita o capucha, etcétera. Saben que si patean por la ciudad se están regalando a las policías, se están comprando un mal momento. Cuando en la ciudad rige el estado de sitio o por la noche cunde el toque de queda, desplazarse de manera furtiva y ostentosa a la vez, con una moto, puede ser la oportunidad de recobrar la libertad para circular por la ciudad. La moto les permite desplazarse rápidamente, en zigzag, y sortear los controles policiales. Más aún cuando lo hacen en grupo, cuando son decenas las motos que se desplazan en manada, metiendo ruido, tirando cortes.

Tácticas pícaras

Michel de Certeau decía que la táctica es una acción más o menos calculada que determina la ausencia de un lugar. “Calculada” no quiere decir planificada de antemano y, mucho menos, organizada. La táctica, nos dice De Certeau, “es un arte del débil”. Exige la astucia y la improvisación, dos alicientes extras que transforman el robo en una aventura. No tienen más lugar que el del otro, el que puedan arrebatar al otro. Por eso, salir a andar en moto es invadir el espacio del otro. Son jóvenes que no tienen lugar o están fuera de su lugar, pero les sobra tiempo. Tienen que poner al tiempo de su lado si no quieren regalarse. “Este no lugar —continúa De Certeau— les permite, sin duda, la movilidad, pero con una docilidad respecto de los azares del tiempo, para tomar al vuelo las posibilidades que ofrece el instante”. Cuando los pibes salen en moto se mueven como cazadores furtivos, aprovechando las oportunidades que se les presentan a medida que se despliegan por una ciudad que se ofrece como una selva sembrada de trampas y peligros, llena de lugares oscuros y encrucijadas. “Necesitan utilizar, vigilantes, las fallas que las coyunturas particulares abren en la vigilancia del poder propietario”. La caza furtiva crea sorpresas, les permite estar allí donde menos se los espera.

En definitiva, salir a andar en moto es llenar el tiempo muerto, pero también la mejor oportunidad para averiguar lo que puede un cuerpo, hasta dónde pueden llegar con sus fierros.

Pero salir a andar en moto es salir disparando por la ciudad. No hay aventura sin fuga. Se circula sigilosamente, pero se huye furtivamente, metiendo ruido, tirando cortes, lidiando con la adrenalina, dejando atrás la indignación y cruzando los dedos para no escuchar las sirenas. No saben qué les produce más placer, si salir a andar en moto o la indignación que reclutan a su alrededor. Hay que atravesar la ciudad y rajar, robar y salir picando, sorteando los controles policiales y sin prestar atención a las cámaras que van a ir balizando su vía de escape. Saben también, por experiencia propia, que una vez que alcanzaron las fronteras del barrio, estarán a resguardo: no habrá, por lo menos, imágenes que delaten sus movimientos.

Aventuras y resistencias

Como en todo juego, la circulación furtiva y ostentosa está llena de aventuras. Los jóvenes toman riesgos y esos riesgos forman parte de la performance. Saben que algunos de ellos pueden ser alcanzados por algún control policial, pero también pueden costarles un accidente, con todo lo que eso implica. Todo esto no es algo que resta, sino que suma, promete un buen chute de adrenalina. La persecución policial, pasar un semáforo en rojo, poner la moto a más de 60 km en una avenida de la ciudad, haciendo willy, es un atractivo extra. Lo mismo que arrebatar a algún que otro transeúnte, practicar el robo piraña, asustar a los vecinos que confunden los “cortes” con disparos de armas de fuego es un atractivo extra, encantador.

La moto convierte a los jóvenes en fantasmas: centellean, irrumpen y salen disparando. Aparecen intempestivamente y desaparecen más rápido todavía. Están y no están, pero cuando están meten miedo. Se concentran en puntos determinados para improvisar coreografías. Cada uno debe demostrar su destreza para ganarse la atención y el respeto de los pares, pero también la admiración o la ovación de sus contertulios y testigos incómodos.

En definitiva, salir a andar en moto es llenar el tiempo muerto, pero también la mejor oportunidad para averiguar lo que puede un cuerpo, hasta dónde pueden llegar con sus fierros. Cuando se es joven, una moto abre un campo de experiencias que no siempre se puede dejar pasar, puesto que se les presenta como una oportunidad virtuosa y promete emociones atractivas.

Por eso, cuando la Policía o los fiscales persiguen a los motoqueros no se dan cuenta de que están formando parte del juego. Salir en moto es salir a asustar, y desafiar a la autoridad. Atraviesan la ciudad, pero dejando huellas, haciéndose sentir, metiendo ruido en la noche tranquila, inspirando temor.

La Policía y los fiscales cuestionan el uso improductivo de la moto, no se dan cuenta de que para los jóvenes es mucho más que una herramienta de trabajo: es la oportunidad de acceder a la ciudad, pero también a la noche que tienen proscripta. El acto de andar en moto no sólo tiene una dimensión funcional (salir a trabajar o llegar puntualmente al trabajo), sino una dimensión estética, identitaria. Esta última dimensión es la que resulta impugnada. Pero estos nuevos rituales están llenos de resistencia: resistir la compartimentación barrial, evitar quedar encerrados en los barrios donde permanecen segregados.

Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales de la UNQ y de la revista Cuestiones Criminales.

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