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La caridad es progreso: no alcanza con la buena voluntad de los partidos políticos

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Existe en nuestro país, y puedo constatar que esto también existe en otros lugares del continente, cierta corriente política, cierta doctrina que en su desarrollo histórico ha considerado a la acción de la caridad como algo menor, inútil o incluso contraproducente para los grandes progresos de la humanidad.

Está claro: para quienes consideran, como con todo derecho lo hace cierta fracción “pragmática” de la política, que todos los procesos sociales y políticos deben hacerse desde la plataforma del Estado, quienes consideran que todo debe cristalizarse en la obligatoriedad de la ley, en la burocracia de un ente público o una empresa estatal, la existencia de otras instituciones que atiendan las necesidades urgentes de la población no es más que un calmante, un remedio temporal que aleja su posibilidad de llegar al poder y ejercer desde allí las políticas públicas necesarias para el desarrollo del país. Las tensiones sociales que se generan por la desprotección de la población vulnerable y la falta generalizada de ayudas son beneficiosas para quienes entienden necesario que se aclame la presencia universal del Estado como padre rector de la vida social. Por esto es entendible que todo aquello que palie las injusticias que son naturales a nuestro actual sistema sea concebido como contraproducente para su esfuerzo estatizante. Aunque podamos considerar que este pensamiento es justo y bien intencionado, hemos de preguntarnos: ¿es realmente progresista?; ¿es una demostración de coherencia o una hipocresía de la política?

Cabe cuestionarse si, en este afán de darle rol protagónico al Estado en la resolución de problemas (quizá una herencia de la historia batllista de nuestro país), se deja por el camino el principio motor de la acción política de quienes se hacen llamar progresistas, su principio real.

Toda acción social da por sentada la existencia de una doctrina política —es decir, de una visión de mundo— que entiende que existen ciertas injusticias y que es deseable resolverlas con acciones de diversa índole. La construcción de esta doctrina parece cada vez ser menos importante en el panorama político nacional, y la discusión real (fuera del despliegue teatral de la televisión o el Parlamento), a la interna de la toma de decisiones de los partidos, ronda temáticas de metodología, pero no de objetivos reales y profundos. Esto no significa que los objetivos o la doctrina no existan, sino que no están en discusión, y esta falta termina, indefectiblemente, en la poca claridad y, luego, en la contradicción. Es obvio: si no se sabe en qué se cree, tampoco se sabrá cuándo se es incoherente.

¿Qué valor tiene la acción de un político que no presta atención a las profundas motivaciones que llevan a la misma existencia de la política? ¿Qué significado tiene una política pública que no se enmarca en una concepción general del país, en un objetivo claro y a largo plazo de lo que deben ser las cosas?

La idea de que debe atenderse de manera solidaria las necesidades de todos los eslabones de la sociedad (contraria a la noción de la libertad exclusivamente individual que propugna otro gran espectro de la política), nace de un concepto, muchas veces no explicitado, de humanismo, de comprensión de un derecho natural, inalienable, a la vida digna de todas las personas. Encriptados en este concepto permanecen principios distantes, como la idea para nada obvia de que todos y todas debemos ser iguales en derechos y responsabilidades y de que existe una justicia que trasciende lo legislativo, o que existen el bien y el mal y que nos debemos al bien.

No se trata tanto de coincidir exactamente en los límites de lo bueno y lo malo, o las definiciones concretas de los derechos y responsabilidades, o de qué es o no es la justicia social, sino de entender que esto debe tenerse en cuenta, que debe discutirse en la plaza pública, que no puede olvidarse en un cajón del Palacio Legislativo y darse por sentado.

En cuanto estas cuestiones se tienen claras, se puede atender el tema central de esta reflexión. Si entendemos que el objetivo es el bienestar, la justicia social, la equidad de derechos, responsabilidades y oportunidades, entonces el Estado se empezará a comprender por lo que realmente es: una herramienta, una plataforma, esencial, sí, pero no monopólica de la política o de las soluciones. Se requiere acción social.

Subestimar las capacidades de un pueblo que se organiza a sí mismo para solucionar los problemas que le atañen es un gran pecado de la política. La centralidad que tanto el proceso electoral como la gestión de cargos del Estado ocupan en la discusión pública es abrumadora, y se excluye del discurso cualquier otra idea o cuestionamiento. Pero si entendemos que la política se trata exclusivamente de la gestión y las campañas de marketing, entonces estamos condenando a nuestro país a la bajeza total y al desinterés generalizado en uno de los temas más importantes de la vida en sociedad, que es la organización de su estructura.

Subestimar las capacidades de un pueblo que se organiza a sí mismo para solucionar los problemas que le atañen es un gran pecado de la política.

De esta manera entiendo que existe una relación entre desplazar el centro de la acción política y el desinterés generalizado en la cosa pública de nuestra población, que acusan las encuestadoras y estudiosos de las ciencias sociales.

Frente a todo esto, sin embargo, encontramos que la preocupación por las cuestiones sociales todavía subsiste en la mente de los orientales. Basta observar la participación en ollas populares, las organizaciones sociales de recaudación de fondos, obras benéficas, la proactividad de parroquias católicas u otras comunidades religiosas, la presencia de movimientos como los scouts, entre otros tantos ejemplos, para entender que la preocupación por las problemáticas del país existe y está en todos los departamentos y localidades.

Es natural: uno se siente más dueño y responsable de su comunidad, de su barrio, de lo que le rodea, que de las oficinas estatales que atienden lo que en ese espacio sucede, y surge sin presiones que vecinos y compatriotas se unan en organizaciones para solucionar lo que les preocupa. Estas soluciones, a veces más eficientes que la acción estatal, también son sentidas como más propias y constituyen la identidad de un pueblo que toma cartas en los asuntos importantes.

A las organizaciones de este tipo las identificaba el demócrata cristiano Plá Rodríguez con el nombre de “organizaciones intermedias” y son, en muchos casos, la extensión de lo que algunos llaman “caridad”.

Encuentro en estas personas un sentimiento más prístino de libertad en comunidad, de justicia social, de humanismo, que en muchos cuadros políticos que tienen el estrado para sí con discursos abstractos de progreso.

¿Cómo, entonces, se puede caer en el error de considerar sus acciones contrarias al avance social? Ocupan un espacio que no es del Estado y que no puede ser suplido por él. El poco desarrollo de las ideas políticas (o el desarrollo de ideas poco progresistas) ha llevado a que se le opongan quienes más deberían defenderlas, y este es un error que se paga caro.

La caridad es progreso, un progreso construido por la mano de los mismos ciudadanos, que se cansan de un debate público que cada vez los representa menos, pero que no pierden, de manera no pensada, sino sentida, un concepto epidérmico de justicia social propia. Mucha atención se debe tener a estos lugares donde el sentido de comunidad aún existe, porque es desde donde se podrá construir la política que nuestro país necesitará en el futuro, de solidaridad, equidad y justicia.

Santiago Pérez es estudiante de Relaciones Internacionales en la Facultad de Derecho, Universidad de la República.

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