A esta altura no hace falta informar que Pablo Caram fue condenado la semana pasada por sus responsabilidades en el robo de dinero a la Intendencia de Artigas para pagar falsas horas extra, y que también recibieron condenas su primo Rodolfo Caram, exsecretario general del gobierno departamental, y su sobrina Valentina dos Santos, exdiputada. Los tres renunciaron luego al Partido Nacional (PN), cuya forma de manejar el escándalo sumó bochornos tanto o más graves que los delitos del clan Caram.
Pablo Caram fue condenado el martes 16 de este mes. Dos días después, en el acto por el aniversario de la jura de la Constitución, el presidente Luis Lacalle Pou fue consultado por periodistas y dijo que no era momento para hablar de lo que había ocurrido. Pasaron los días y el momento no llegó.
El mismo 18 de julio, el ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira, afirmó que no había “nada que decir” después de la condena, porque “a la Justicia en este país se la acata” y él no es “juez moral ni ético de nadie”.
Las autoridades del PN recibieron las renuncias de las personas condenadas y “analizan” la situación. De su análisis no ha derivado ninguna desaprobación oficial de lo que hicieron esas personas mientras ocupaban, hasta hace pocos días, altos cargos como representantes del nacionalismo. Tampoco hubo, ante el anuncio de que Dos Santos se presentará como candidata a la Intendencia de Artigas el año que viene, una decisión para impedirle que se postule en listas del PN.
Cuando Pablo Caram fue condenado, pidió que su caso fuera analizado por la Comisión de Ética del que todavía era su partido, pero luego renunció antes de que hubiera una resolución del organismo, como ya lo había hecho Gustavo Penadés. Además, el PN entiende que esa comisión sólo debe actuar cuando hay condenas judiciales, como si su tarea se limitase a dictaminar que está mal cometer delitos. Y encima hay dirigentes nacionalistas que se vanaglorian del modo en que su partido “reacciona” ante los casos de corrupción, cuando lo que hace es desentenderse.
Las renuncias se presentan como si clausuraran procesos, pero en realidad son utilizadas para que no los haya. La concepción de fondo parece ser que el valor supremo para los dirigentes del PN consiste en ocupar posiciones políticas, y abandonarlas es, por lo tanto, la expiación suprema de todas las culpas. Las de quienes renuncian y las del partido, que se considera liberado de toda responsabilidad por lo que hicieron sus representantes, e incluso de la responsabilidad de decir si le parece bien o mal lo que hicieron.
Gustavo Pereira, académico especializado en Filosofía, señala en esta edición que la ausencia de reacciones adecuadas ante escándalos de corrupción socava “el capital ético de la política uruguaya”. Quizá sea acertado que Da Silveira no se considere habilitado para juzgar a nadie en materia de moral y ética, pero es preciso preguntar si el PN como tal reivindica algún valor violentado por las conductas de los Caram. Y también es preciso que haya respuestas.