Estas últimas semanas, los uruguayos nos acostamos y amanecimos con noticias vinculadas a hechos de corrupción que podrían dañar severamente nuestra institucionalidad democrática. Pero contrariamente a lo que nos debería pasar, estos eventos parecen sorprendernos poco o nada. Vamos naturalizándolos. La impresión es que estamos asistiendo, desde hace algunos años, a una penosa reiteración de hechos de dudosa transparencia que se nos vuelven moneda corriente. Total, “Artigas queda lejos”, “los blancos van a volver a ganar el gobierno departamental” y “los políticos sólo quieren los cargos”.
Estas frases, que nos cruzamos en algún espacio o momento de nuestra vida cotidiana, son señales alarmantes y preocupantes. Como “comunidad” política desigual, fragmentada, en creciente proceso de polarización, lo peor que nos puede pasar es perder la capacidad de asombro frente a hechos políticos negativos como la corrupción. ¿Por qué es malo perder la capacidad de asombro? ¿Por qué es dañino el quietismo? Porque simultáneamente se van corriendo los límites sobre lo que nos animamos a pensar, creer, querer y exigirles a nuestras instituciones y nuestros políticos. Cuando dejan de afectarnos las consecuencias de hechos negativos como los ocurridos en Artigas, Florida, el Ministerio de Vivienda, el Ministerio de Defensa, los sucesos vinculados a Alejandro Astesiano, Roberto Lafluf, el pasaporte de Sebastián Marset y la venta del puerto entre gallos y medianoches, en alguna parte de nuestra musculatura ciudadana dejamos de creer que la política sea una herramienta para modificar el orden de las cosas y comenzamos a abonar ese peligroso relato de “son todos iguales”, “a mí la política no me da de comer”, etcétera. Esto no es así. O no debería ser así. La política y los políticos profesionales son responsables de que estos relatos, sensaciones y emociones se dispersen y multipliquen. Por eso hay que pedirles más, cada vez más. Ser severos y salir de la quietud.
Sin embargo, para movilizar el espíritu ciudadano –si es que existe algo así– es imprescindible tener un diagnóstico certero de lo que también es la corrupción –además de un acto ilegal–. La corrupción es una forma de injusticia. Muy específica, pero injusticia al fin.
Si la corrupción es un acto de injusticia que se sostiene en una definición política, entonces, pidámosles más a los políticos. Cada vez más para que sean menos injustos.
Vayamos por partes. Además de las consecuencias en términos retóricos y de descreimiento hacia las instituciones democráticas, los hechos de corrupción tienen, también, consecuencias en términos de justicia o, mejor, de injusticia. Judith Shklar en Los rostros de la injusticia dice que los ciudadanos podemos cometer dos tipos de injusticia, una activa y otra pasiva. La primera consiste “en la negligencia, tanto por parte de funcionarios públicos como de ciudadanos privados, en evitar una mala acción cuando podrían y deberían hacerlo”. Podemos ser, también, pasivamente injustos, “cuando no informamos delitos, cuando miramos a otro lado ante el fraude o robos menores, o bien cuando toleramos la corrupción política o aceptamos leyes a sabiendas de que son injustas, torpes o crueles”. En este sentido de injusticia pasiva, la autora nos señala que “los funcionarios públicos tienen más probabilidades de ser pasivamente injustos [porque] la injusticia resultante no se debe a fuerzas naturales ni a un sistema particularmente injusto, sino a muchas manos colaboradoras en el asunto, a las que se necesita recordar constantemente las consecuencias posibles de su inacción”.
Es sobre este último tipo de injusticia, la pasiva, que tenemos que reflexionar y actuar. Decididamente. ¿Cuánto toleran las instituciones democráticas y los ciudadanos la materialización de injusticias pasivas? ¿Cómo se sienten los ciudadanos cuando sus vidas se tornan cada vez más precarias y asisten con incredulidad a la perpetración de actos corruptos por funcionarios corruptos? Es posible pensar que, como un cuentagotas, el resentimiento va llenando de sentido los comportamientos y elecciones ciudadanas y se va transfiriendo a las valoraciones y opiniones sobre las instituciones políticas democráticas. Sentirse enojados, descreídos y resentidos no es algo inocuo, porque puede ser una fuente de elección política. Es decir, podemos votar enojados, resentidos con la injusticia. Por lo general, cuando los ciudadanos toman decisiones a partir del enojo y el resentimiento, las alternativas políticas son complejas en términos democráticos.
Si la corrupción es una fuente de injusticia y si esta es un elemento que alimenta nuestro resentimiento hacia las instituciones que albergan y legitiman los actos y a los actores protagonistas de hechos ilegales, hay que ser determinante con la corrupción. Las democracias no toleran todo, y tampoco deberían hacerlo, aunque pudieran. Estar alertas, alejarse de los relatos complacientes es la primera acción que hay que tomar. Si la corrupción es un acto de injusticia que se sostiene en una definición política, entonces, pidámosles más a los políticos. Cada vez más para que sean menos injustos.
Camila Zeballos es licenciada en Ciencia Política.