Dentro de cinco semanas estaremos en la víspera de las elecciones nacionales. Quedan apenas 33 días antes de que comience la veda de publicidad y el desarrollo de la campaña ha dejado mucho que desear.
Sabemos que la lectura cuidadosa de los programas es poco frecuente y que tiene una incidencia escasa en las decisiones electorales de gran parte de la ciudadanía (no sólo en las de “la juventud”, como se dice a veces con menosprecio). Nadie sensato pretende que las campañas sean cursos académicos sobre los planes de gobierno de cada partido, pero tenemos derecho a reclamar, por el bien de la democracia, que las técnicas de comunicación política se usen para transmitir en forma accesible intenciones, propuestas y prioridades, a fin de que quede más claro lo que implica cada opción de voto.
Por el contrario, demasiado a menudo se aplican otros procedimientos de marketing que priorizan la adecuación de la oferta a la demanda o, peor aún, construyen mensajes totalmente basados en el estudio de lo que la gente quiere oír, con disimulo u ocultamiento de los verdaderos objetivos partidarios.
Así, por momentos parece que existieran importantes coincidencias entre quienes se disputan el gobierno nacional y sólo hubiera que optar entre matices de las mismas políticas, o elegir las características personales de quienes van a llevarlas adelante. Esto también se apoya en estudios de la opinión pública, según los cuales no hay grandes expectativas ni exigencias de cambios profundos, pero cabe preguntarse en qué medida estamos ante una causa o una consecuencia de que las propuestas electorales se hayan aproximado a la misma zona insulsa. En todo caso, hay datos que cuestionan la pertinencia del modo en que los partidos están encarando su comunicación política.
En primer lugar, es un hecho que la sociedad uruguaya afronta problemas que requieren medidas nuevas y potentes, como los vinculados con la pobreza, la desigualdad, la calidad del empleo, el déficit de vivienda, las insuficiencias de los sistemas de salud y de seguridad social, el avance del crimen organizado o la necesidad de diversificar la producción para ganar nuevos y mejores mercados, en vez de limitarnos a buscar más compradores para los mismos productos básicos.
En segundo lugar, los partidos saben bien que hay conflictos de fondo entre los intereses que cada uno defiende, aunque traten de señalar sus diferencias de manera indirecta, cargando de sentido dramático asuntos de poca trascendencia, en vez de debatir con firmeza acerca de cuestiones cruciales para el país.
Por último, las propias encuestas indican un considerable descontento con el desarrollo de la campaña. En una realizada por la Usina de Percepción Ciudadana a comienzos de este mes, sólo la quinta parte de las personas consultadas consideró bueno o muy bueno ese desarrollo, y quedó en evidencia que existe interés en discusiones sobre las propuestas para que mejoren la seguridad, la economía y el trabajo.
La fortaleza del sistema partidario uruguayo tiene mucho que ver con su diversidad, y esconderla lo debilita.