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Cuando el odio grita, la historia responde

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Alzar la voz más allá del calendario se vuelve casi un gesto de rebeldía, un acto político con cierta picardía: insistir en hablar de nuestros derechos incluso cuando el mes que se nos destina para hacerlo haya culminado. Luego de que setiembre ha dejado su huella albergando distintas propuestas de agenda cultural y reivindicativas, tales como charlas, capacitaciones, presentaciones y marchas relativas a la diversidad en nuestro país, nos escurrimos solapadamente entre las experiencias de la vida cotidiana para evidenciar que es necesario revisarnos desde este lugar.

Este año y particularmente en los últimos meses, la cuestión trans ha estado calando en la agenda pública y varios actores sociales se pronunciaron al respecto tomando posiciones políticas, entre las cuales el silencio también ha sido una elección. En estos hechos hay una posición clara que nos gustaría evidenciar. La interseccionalidad es una visión analítica que nos permite entender el entrecruzamiento y jerarquía de la posición política de las personas. En ese sentido es importante entender que el ejercicio de la violencia toma carácter interseccional en todos nosotros: la transfobia, el racismo, la gordofobia, o el clasismo no son experiencias aisladas, sino que se entrelazan, estratificándonos y marcando el camino.

Existe una historia del movimiento trans en nuestro país que posee un conocimiento territorial y situado que muchas veces ha sido silenciado. Es un tipo de saber que recién ahora está tomando forma mediante la investigación, comunicación e historización. Las memorias trans sobre la dictadura, la cárcel y las detenciones arbitrarias están marcadas por la centralidad del cuerpo, la deshumanización y la violencia física, moral y sexual. El cuerpo travesti-trans —que, según la activista argentina Marlene Wayar, es nuestra primera obra de arte— es un cuerpo impregnado de política, porque ha sido el principal objeto de los dispositivos de control social. Además, el trabajo sexual —forzado por la exclusión social y laboral— siempre fue una de las pocas vías de supervivencia, y en ese espacio también germinaron formas de comunidad, de identidad y de expresión estética. La calle, la esquina y el prostíbulo no sólo fueron lugares de explotación y violencia, sino también territorios de creación cultural de aprendizajes. El Estado se encargó de eso configurando los modos de violencia especialmente para esta población, adquiriendo formas específicas como la degradación sexual, abusos, violaciones y tortura.

Para las personas travestis-trans, la democracia llegó de manera tardía. En 2005 se derogó el decreto de razias que permitía la detención arbitraria para las travestis-trans por el solo hecho de serlo; no tenían el derecho de habitar el espacio público con libertad y seguridad como el resto de los/as ciudadanos/as de nuestro país. Las prácticas de coimas o libertad a partir de favores sexuales que eran comunes en dictadura se extendieron hasta bien entrada la democracia. Es a partir de estas experiencias de violencias que se afirma que las travestis-trans fueron vulneradas socialmente y que sufrieron violencia institucional por el propio Estado.

La lucha trans en Uruguay está atravesada por un relato incómodo: dictadura, prostitución, cárcel, abusos, y a la vez resistencia, arte y comunidad. Negar esta historia es volver a invisibilizar a quienes sobrevivieron en los márgenes.

“Me acuerdo que una vez estábamos frente al Templo Inglés, con dos finaditas, Mariela y Edy. Mariela cumplía 19 años y compramos una rosca de esas que se venden en Semana de Turismo y me prestaron un radiograbador. Apareció de repente el Fusna [Fusileros Navales]. Nos tiraron la torta y el grabador. Nos pusieron arriba de la muralla con una piola a la cintura y nos tiraron al agua. Y nos decían: 'Si en 5 minutos lográs hacer 15 metros nadando, te soltamos'. Cuando te querías acordar, te soltaban de nuevo y caías para atrás. Era un 7 de agosto, un frío mal...” (Pankievich, Mujeres trans y terrorismo de Estado: relatos invisibles del pasado reciente).

La expresión de un cuerpo disidente en la Torre Ejecutiva se redujo a una performance sexual, cuando en verdad el significado histórico de esa manifestación que toma el arte drag en un dispositivo del poder tiene que ver con un recorrido de importancia histórica y central en la construcción de identidad de la diversidad. El arte drag en Uruguay es el lenguaje de los cuerpos disidentes que se saben objeto de control y que, justamente por eso, se convierten en arte. Actualmente, el cuerpo trans no puede sino ser subversivo. Las formas de arte que nacen desde el acontecer trans están cargadas por toda esta violencia, y es claro que tienen un tinte sexual y erótico porque así también lo ha moldeado el contexto. La sexualización o la exaltación de las características femeninas no tiene el mismo significado ni la misma carga afectiva que los tipos más comunes de expresión sexual heteronormativa.

Nunca se había visto al conjunto de la población uruguaya tan preocupada acerca de la limitación y potencialidad de lo que se define como arte. Las redes sociales y la opinión pública se poblaron de un verdadero debate hondo, filosófico y epistemológico. Lo que surge es cuestionar si es evidente que lo que molesta es la cuestión del arte o la esencia travesti de quien fue vehículo de este. La interseccionalidad de la violencia también juega un rol invisible, a veces ignoramos o no desciframos fácilmente la violencia transfóbica por no expresarse en un discurso de odio explícito, pero está presente en los ensañamientos con ciertas temáticas.

La lucha trans en Uruguay está atravesada por un relato incómodo: dictadura, prostitución, cárcel, abusos, y a la vez resistencia, arte y comunidad. Negar esta historia es volver a invisibilizar a quienes sobrevivieron en los márgenes. Por eso, cada vez que discutimos sobre arte drag, sobre política trans o sobre ética en la función pública —recién asistimos a las primeras representaciones travestis-trans en esas áreas—, no hablamos sólo del presente: estamos revisitando un pasado que insiste en recordarnos que el cuerpo trans nunca fue neutral. Siempre fue político, siempre fue subversivo, siempre fue arte.

Josefina González es licenciada en Ciencias de la Comunicación y activista transfeminista. Malena Lizarazú es militante por los derechos humanos y estudiante avanzada de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República.

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