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Déficit fiscal, presupuesto, clima de negocios

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El proyecto de presupuesto 2025-2030 ha sido de los más controvertidos. Las críticas parecen indicar que la oposición política no ha tomado recaudo de la experiencia adquirida en sus propios períodos de gobierno.

La crítica más burda al presupuesto refiere al incumplimiento de promesas electorales. No existe de la dictadura para acá un solo gobierno que no haya violentado sus promesas electorales. Los últimos dos gobiernos de la coalición de derechas tienen muy meritorios incumplimientos de sus compromisos electorales. Está más que claro que los compromisos de campaña son un corsé que ata a los gobiernos a situaciones de verdadero estrés y eventuales fracasos estrepitosos.

Así sucedió con el gobierno de Jorge Batlle y su promesa de no devaluar en un marco de un tipo de cambio fijo conocido como “la tablita”. No estoy afirmando que fuese la única causa, pero sensatamente fue la causa más relevante de la debacle financiera de su período de gobierno. Bastó con que el tipo de cambio flotara libremente con intervenciones puntuales del Banco Central del Uruguay (BCU) para que el país recompusiera su estabilidad macro y la tranquilidad cambiaria.

La realidad no permitió ni respirar a las inconsistentes barbaridades de los discursos preelectorales de Luis Lacalle Pou en la campaña electoral de 2019. Apenas asumió, su promesa de no aumentar impuestos ni tarifas fue devastada por el trágico tsunami de la pandemia, que lo obligó a crear el impuesto a las retribuciones de los funcionarios públicos para constituir el Fondo Covid y ajustar el precio de los combustibles al aumento del petróleo en el mercado internacional, cobrando el precio promedio más caro de las naftas en todo el siglo XXI.

¿Estuvo mal que ninguno cumpliera sus promesas electorales? En absoluto, era lo que había que hacer. Y un gobierno tiene que hacer exactamente eso, lo que hay que hacer. De lo contrario, se va a enfrentar a escenarios más complejos posteriormente.

La crítica más estridente a los compromisos de campaña es sobre la creación de nuevos impuestos o la ampliación de la base imponible de otros incorporando nuevos contribuyentes. Todos recordamos que el déficit de 2019 era considerado altísimo y comprometedor de las finanzas públicas, la deuda y el grado inversor. Había consensos en el discurso político de alentar el crecimiento económico, de recortar un gasto público rígido sin afectar la educación, la salud y la seguridad. Pero no lo había en aumentar impuestos. Entre los analistas había quien sostenía que era imposible recomponer las cuentas públicas sin aumentar impuestos como afirmaban los que después fueran oficialismo y fracasaran en el intento. Por ejemplo, Tamara Schandy afirmaba en El Observador que era imperativo subir impuestos y advertía a los empresarios que asesoraba que estuviesen preparados para ese escenario. Javier de Haedo, también para El Observador, afirmaba que “tarde o temprano se va a asumir que hay que subir impuestos”. Y el por entonces analista Gabriel Oddone planteaba que “se hace inevitable aumentar los impuestos o crear nuevos”. Dicho de otro modo, CPA Ferrrere, Exante y la Universidad Católica consideraban que era necesario subir o crear nuevos impuestos para cumplir las metas fiscales. El tiempo les dio la razón, las metas fiscales no se cumplieron. “Si gana el Partido Nacional, se terminó el aumento de impuestos, las tarifas y los combustibles. Se terminó”. Lo que no se terminó fue la promesa electoral; aumentaron el déficit y la deuda pública.

Se esgrime además que estos impuestos van a afectar el clima de negocios. No existe impuesto para alentar inversiones. Pero los impuestos que se crean dudosamente afecten significativamente el clima económico. El impuesto global de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) es una relocalización y el cambio de un sistema de renta territorial a otro de renta mundial que la mayoría de los países aplican, sumado a la intención del BCU de realizar cambios que implican la posibilidad de acceso a cuentas rentadas en pesos en el país; muy por el contrario, debería incentivar el ahorro nacional y su inversión local.

Para los inversores extranjeros el tema impositivo no es un elemento principal en Uruguay. El costo país que dificulta la competitividad, la burocracia y sus trámites, cierta rigidez del mercado laboral, cierto déficit de infraestructura y en la profesionalización del capital humano, y la escasa innovación son mucho más relevantes. Así lo afirma la reciente Encuesta Económica para América Latina de la Fundación Getulio Vargas, que muestra que las expectativas locales se mantienen estables.

La encuesta señala que “la falta de competitividad internacional” y la “falta de innovación” son preocupación para el 100% de los encuestados, y las barreras legales y administrativas para los inversores, “junto con las barreras a la exportación”, superan el 75% de las respuestas. Pero, por sobre todas las cosas, no hay desconfianza en la política económica. La gestión del nivel de impuestos de este presupuesto es eficiente en tanto mantiene el delicado equilibrio entre ser atractivo para los negocios y la inversión y generar recursos para el Estado, además de no afectar las certezas jurídicas de las cuales el país tanto se precia.

La gestión del nivel de impuestos de este presupuesto es eficiente en tanto mantiene el delicado equilibrio entre ser atractivo para los negocios y la inversión y generar recursos para el Estado.

Con el presupuesto, y fundamentalmente con otras medidas, el gobierno apunta a lo relevante: acelerar trámites y fortalecer la investigación y la innovación para aumentar la productividad y la competitividad, en un entorno internacional muy complejo.

Otra crítica persistente es sobre el incremento del gasto. Desde que vivimos en democracia todos los políticos conservadores coinciden en que nuestro Estado es gordo e ineficiente y que gasta demasiado. Todos aspiraron a reducir el gasto; sin embargo, ninguno de sus gobiernos lo ha conseguido. Ni a través de reformas fiscales ni con ajuste de gastos o reformas previsionales.

El esfuerzo inicial del período de gobierno se desbarranca al aproximarse las elecciones. En el último gobierno quedó demostrado que no hay regla fiscal o Consejo Fiscal Asesor que reprima los ímpetus electoralistas que en 2024 generaron un incremento del orden del 8,6% del gasto público hasta generar un déficit fiscal similar al de 2019. El sistema clientelar es tan fuerte institucionalmente, que los partidos conservadores no pueden escapar de él si quieren renovar sus aspiraciones de gobierno. Al mismo tiempo que se realiza esa crítica se apoya muchas demandas de los colectivos sociales y unidades ejecutoras estatales que muchas veces, con razón, reclaman suplementos a las partidas asignadas. Lo que demuestra que tal vez la simple aspiración de bajar el gasto no sea un mecanismo adecuado para mejorar la performance del Estado como prestador de servicios.

Se ha criticado también una presunta visión optimista sobre la tasa de crecimiento proyectada en el presupuesto. Un presupuesto a cinco años es una verdadera incertidumbre. No es posible pensar que, en un mundo incierto, en medio de un cambio de era donde los grandes líderes del mundo toman decisiones con una actitud voluntarista, el riesgo de lo imprevisto disminuya. Sin lugar a dudas, aumenta. Pero nadie puede asegurar que los imprevistos sean perjudiciales o beneficiosos. Por tanto, una proyección de crecimiento debe ser hecha sobre la base del crecimiento potencial de la economía, sin euforias de crecimiento de los niveles de inversión ni mejoras o debacles en los contextos internacionales. Lo concreto es que ese crecimiento potencial todos lo estiman en el entorno de lo que el presupuesto determina.

Un presupuesto realista no es una decisión meramente técnica. Es una decisión con fundamentos políticos. Por tanto, no puede ir en contra de las aspiraciones de toda la sociedad; puede sí moderarlas, conducirlas. No se puede desconocer que el gasto público en Uruguay es, en un elevado porcentaje, rígido por decisión del propio cuerpo electoral. No se puede desconocer que las aspiraciones de mejora de amplios colectivos requieren un sustancial aumento en los recursos para salud, educación, sistema de justicia, seguridad y varios más.

Un presupuesto realista, en Uruguay, debe aumentar el gasto. Un presupuesto realista debe aumentar ingresos vía impuestos, tratando de que sean lo más neutros posible para la actividad económica, la inversión y el consumo.

Desde la restauración democrática, el Estado uruguayo se ha mantenido con un déficit constante. Nuestra perspectiva demográfica nos pronostica un futuro de mayor demanda de gasto en pasividades y salud, de lo cual se desprende un cada vez más alto gasto rígido. La sostenibilidad fiscal es más compleja de lo que los bocinazos electorales auguran. ¿Se puede escapar de esta encrucijada de tener una presión fiscal al límite aceptable y una demanda persistente de incremento del gasto? Sí se puede, pero se requerirá un gran consenso político para abordar lo que Tabaré Vázquez llamaba la madre de todas las reformas. Consensuar por el sistema político un Estado moderno y eficiente que permita implementar un presupuesto por programas y resultados. Parece difícil obtener los consensos. Pero si no, como escribió Antara Haldar recientemente en estas páginas, nuestro futuro está atado a la adaptabilidad de nuestras instituciones; “la elección entre abundancia y apocalipsis sigue siendo nuestra”. Mientras tanto, continuemos con este presupuesto realista y aceptemos que llegó la hora de pensar en la modernización institucional.

Raúl Labadía es empresario, publicista, coordinador del Nodo Estado, Instituciones y Políticas Públicas de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.

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