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Ilustración: Ramiro Alonso

Enseñar preguntando: cuando el saber se hace construcción en común

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La persistencia de estudiantes que llegan a la educación superior con dificultades para razonar con flexibilidad, argumentar, distinguir entre conocimiento y creencia o cuestionar sus propias ideas evidencia una falla profunda del sistema educativo: la escuela y la educación media continúa sin formar pensadores autónomos y reflexivos. Esta carencia resulta especialmente preocupante en el contexto actual, marcado por el avance de las derechas autoritarias y el creciente poder de las inteligencias artificiales, que amenazan con sustituir el pensamiento crítico por respuestas prefabricadas y discursos homogéneos.

Frente a este panorama, asumir un posicionamiento pedagógico dialógico y auténtico en la enseñanza de las infancias se vuelve una urgencia ética y política. El enfoque de una educación que enseña en diálogo favorece el desarrollo del análisis, la síntesis, la conceptualización y la sensibilidad para reconocer nuestras contradicciones y prejuicios implícitos. En el aula, el diálogo reflexivo crea un espacio abierto al pensamiento crítico –sin dogmas ni respuestas cerradas– y promueve una actitud constante de indagación.

Enseñar preguntando es, en este sentido, una práctica de resistencia y esperanza: permite a las nuevas generaciones comprender el mundo con mayor profundidad, asumir posturas responsables y actuar de manera ética y transformadora frente a los desafíos de una época que pone en riesgo la autonomía del pensamiento humano.

Enseñar preguntando es mucho más que una estrategia didáctica. Es una forma de pensar la enseñanza como acto ético, político y emancipador. Frente a la saturación de discursos que reducen la educación a resultados medibles y aprendizajes eficaces, la pregunta emerge como un gesto de apertura, una invitación al pensamiento y una manera de hacer público lo que durante siglos fue privado, el conocimiento reservado a unos pocos y el disfrute de la comprensión.

La historia de la escuela moderna se presenta marcada por una alianza entre conocimiento y poder. La figura del maestro explicador –dueño del saber y mediador necesario entre el conocimiento y el estudiante– consolidó una jerarquía: quien sabe explica; quien no sabe escucha. La explicación, en su forma tradicional, tiende a producir dependencia intelectual, manteniendo la distancia entre quienes enseñan y quienes aprenden. Como advierte Jacques Rancière, explicar puede ser una forma de embrutecer, porque parte de la desconfianza hacia la inteligencia y la capacidad del otro para comprender si no se le explica.

Cuando enseñamos desde una posición de indagación a través de la pregunta, partimos de la noción y de la vivencia de la igualdad. No se trata de negar las diferencias, sino de reconocerlas y de concebir la enseñanza como un espacio de encuentro entre sujetos capaces e igualmente inteligentes, que piensan, interpretan y construyen sentido juntos, aunque se encuentren en momentos diferentes de sus trayectorias vitales. Sin indagación y diálogo, la escuela, la institución educativa toda, carece de sentido; su único sentido es justamente el encuentro.

Pensemos que, si luego de una clase el estudiantado obtuvo sólo aquello que podría haber encontrado en internet, la clase no tuvo sentido, porque se perdió el encuentro, el diálogo y la discusión. Pensemos que, si lo que proponemos como tarea es una pregunta que copiarán y pegarán en una inteligencia artificial para respondernos, estamos perdiendo el tiempo.

Pero hay algo aún más profundo en este gesto: al enseñar explicando, no enseñamos el mundo tal cual es, hacemos adaptaciones que facilitan la comprensión, terminamos enseñando una farsa que permite transferir un contenido. Enseñamos así, aunque para nuestros estudiantes no tenga sentido y luego buscamos hacerlo atractivo por diferentes procedimientos. Aunque ya sabemos que no funciona. Al hacerlo, enseñamos también la hipocresía, la indiferencia y la falta de compromiso con el futuro. Con cada acto educativo que reproduce esta indiferencia, transmitimos a las nuevas generaciones la idea de que el mundo puede seguir igual, y también que no nos importa demasiado el mundo que estamos dejando a jóvenes y niños.

No podemos seguir enseñando desde preguntas retóricas o evaluativas, inquisidoras; se hace urgente reconocer el encuentro entre personas a la hora de educar. La pregunta no sólo es una forma de relacionarnos con el conocimiento y con el saber, sino que es especialmente una forma de vincularnos con el estudiantado; posibilitando un encuentro enriquecedor entre personas.

¿Qué podría pasar en un encuentro con estudiantes en el que circulen solamente preguntas auténticas, es decir, preguntas cuya respuesta no se conoce de antemano y que requieren una posición docente humilde para provocar la indagación y la construcción de conocimiento?

La pregunta genera incertidumbre y allí radica su potencia emancipadora. Cuando un docente pregunta verdaderamente, se expone a lo desconocido, se arriesga a pensar junto con sus estudiantes, abandona la comodidad del control y se abre al diálogo. Ese riesgo compartido crea las condiciones para que el conocimiento deje de ser propiedad exclusiva del docente y se vuelva bien común, objeto de reflexión colectiva.

Enseñar preguntando es también una forma de democratizar la palabra. El aula se convierte en un espacio de intercambio donde todas las voces importan y donde las jerarquías se desdibujan. Las preguntas no se formulan para medir y evaluar lo aprendido, sino para provocar pensamiento: para analizar, interpretar, justificar y revisar los propios argumentos. Preguntar, en este sentido, es un modo de cuidar. Quien pregunta con honestidad no busca someter al otro, sino acompañarlo en la construcción de sentido.

La pedagogía de la pregunta invita a pensar críticamente la escuela. ¿Qué lugar damos a la curiosidad? ¿Qué ocurre con la voz de los niños y niñas cuando la enseñanza se vuelve unidireccional? La pregunta interrumpe la linealidad del discurso escolar, desafía el orden establecido y permite que aparezcan otros modos de conocer y de ser. La escuela, entonces, puede volver a ser un espacio de tiempo libre, esa es su significación etimológica (la palabra escuela proviene del griego scholé, que significa “ocio” o “tiempo libre”), un lugar donde pensar no sea una obligación, sino un deseo.

Pensar críticamente no es sólo analizar o comparar, sino mirar el mundo desde el asombro y la posibilidad de transformarlo. La pregunta es la forma más honesta de ese asombro: un modo de decir “no entiendo todavía”, “quiero comprender contigo”.

Cuando el docente enseña preguntando, desprivatiza el saber. Como proponen Masschelein y Simons, la escuela puede ser el lugar donde el conocimiento se “profana”, donde deja de estar reservado para unos pocos y se comparte en un espacio público de aprendizaje. En ese gesto, lo privado –el saber experto, el conocimiento institucionalizado– se hace común. Se construye, así, una comunidad de pensamiento que desafía las lógicas individualistas y mercantiles de la educación contemporánea.

Enseñar preguntando también implica revisar las nociones de infancia y aprendizaje, si creemos que la educación no debiera formar sujetos obedientes que repitan respuestas correctas y además pensamos que el verdadero partido se juega en los procesos de búsqueda, error y descubrimiento; entonces la infancia, lejos de ser un estado de carencia, es el lugar del pensamiento en movimiento, del deseo de saber; la escuela se llena así de la energía de las preguntas infantiles.

Sería grato también que la educación media y terciaria, así como la formación en educación, se contagien de la energía de enseñar investigando y construyendo saberes, en lugar de continuar repitiendo las ideas que ya han pensado otros, durante siglos. ¿Cómo podemos pensar en cambiar algo si seguimos enseñando así? Desde esta perspectiva, la educación no es sólo un espacio de transmisión, sino un territorio de encuentro donde los saberes se entrelazan con las experiencias, las emociones y la vida.

Enseñar preguntando no garantiza certezas, pero abre caminos. Requiere coraje pedagógico, disposición al diálogo y una confianza radical en la capacidad de los otros para pensar. Supone asumir la vulnerabilidad de quien no domina del todo el rumbo de la conversación. Pero es justamente allí donde se juega la potencia formativa: en la posibilidad de pensar juntos, de construir sentidos compartidos, de transformar la enseñanza en un acto de libertad.

Es, en última instancia, una manera de devolverle a la educación su sentido público y político. En un tiempo en que la escuela parece cada vez más sometida a la lógica de las competencias, la desigualdad y la rendición de cuentas, preguntar es un gesto de esperanza: una forma de decir que el pensamiento sigue siendo posible, que aprender puede ser un acto común y que el conocimiento se construye, y esta es una decisión política del enseñante.

Laura Curbelo Varela es profesora de Filosofía, máster en esa disciplina y en Educación y docente del Consejo de Formación en Educación.

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