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Foto: Javier Márquez Scotti

Más argumentos y menos pataleo sobre el patrimonio

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El 11 de octubre, la diaria publicó un artículo de Federico Medina en torno al derrumbe de un inmueble de la Ciudad Vieja de Montevideo. Se trata de una crónica breve del hecho y los problemas asociados, aunque adolece de una serie de imprecisiones y valoraciones subjetivas, planteadas como hechos, que no le hacen ningún favor al tratamiento del tema.

En primer lugar, el autor se refiere a “una zona olvidada de Montevideo”, sin decir exactamente a qué zona o perímetro se refiere ni de qué tipo de olvido se está hablando. Como vecino de la Ciudad Vieja no deja de llamarme la atención esa perspectiva, pues basta reparar en las recientes, y no menores, intervenciones en las calles Reconquista, Colón, Rincón y, un poco antes, Washington, Pérez Castellano y las plazas Zabala, Larocca y de Deportes 1, sumadas a la reconstrucción de todas sus veredas. No parece de alguien olvidadizo tal secuencia sostenida de obras.

Por otro lado, el artículo se refiere a la construcción colapsada como una “antigua y elegante casona colonial”: toda una terminología desajustada acerca del edificio. No es un asunto de percepciones, la Arquitectura tiene definiciones conceptuales para la arquitectura antigua, para la arquitectura colonial y, en el ámbito local, el concepto casona está relacionado con un tipo arquitectónico aislado, propio de los barrios jardín o las áreas suburbanas. Ninguna de esas categorías se corresponde con el inmueble colapsado. Incluir la elegancia, una idea bastante menos objetivable, como adjetivo superlativo de dichas categorías es bastante discutible. Esto dicho sin desmerecer los atributos de la propiedad en cuestión, que los tiene pero no son los mencionados.

Alcanzaba con repasar lo que se establece sobre el inmueble en el Inventario Patrimonial de Ciudad Vieja: un instrumento longevo de la Intendencia de Montevideo para catalogar, valorar y sugerir acciones sobre los inmuebles de esta área de la ciudad. Contrariamente a lo descrito en el artículo, allí se refiere a un “edificio de vivienda construido en la segunda mitad del siglo XIX [...] con fachada de filiación eclecticista”, para luego acotar que el rango de fecha de construcción es entre 1860 y 1880. En su valoración urbanística se dice: “Edificio que se inserta en un tramo formalmente heterogéneo, conserva alineación predominante y forma conjunto homogéneo con su lindero padrón 2527, pero en su actual condición de abandono afecta negativamente el tramo”. Mientras que en la valoración arquitectónica se acota: “Edificio de mediados del siglo XIX de importante valor testimonial que se destaca por la composición y tratamiento decorativo de la fachada, aunque dado el estado de abandono este ha desaparecido en parte”. La distancia entre lo que se describe en el inventario y lo que sugiere el artículo es importante.

Luego el autor se tienta con una vía argumental que, desde mi perspectiva, no colabora demasiado. Esto sucede cuando, tomando la voz de algunos vecinos, le imprime relevancia al problema desde los riesgos para quienes habitan el entorno del inmueble. Desde ya que es un asunto trascendente. Pero lo que corresponde, en pos de establecer un debate con altura sobre “el deterioro” y “los controles edilicios”, es trascender la contingencia de un caso particular que, como bien se expone en el artículo, contó con una serie de medidas por parte de las autoridades tendientes a minimizar los riesgos.

Como vecino y arquitecto he visto el proceso de colapso de ese edificio y de varios otros. Casualmente tengo una foto del día 25 de mayo del inmueble, porque noté señas particulares de su incipiente proceso de colapso. También escudriñé las medidas preventivas, que alejaban a peatones y vehículos del frente del edificio. Más allá de lo lamentable de estos hechos, las medidas paliativas estaban dadas.

Aceptar esto no implica, automáticamente, desear la destrucción del patrimonio construido. Por el contrario, ayuda a identificar las causas y responsabilidades del problema de la destrucción del acervo construido, sin mezclar los tantos. Brindar las condiciones de seguridad básicas no está en discusión. En este caso no hubo heridos y no es por casualidad. Entonces, no dejemos que esa vía argumental empañe la discusión.

Más preocupante es que esa línea sea la que maneja Alfredo Ghierra, según consta en la nota, para sustituir en su discurso la idea de bien común por peligro común. No es con pánico que lograremos abordar seriamente el problema. Y es que las nuevas modalidades de difusión han hecho del escándalo una herramienta frecuente y fundamental para poner asuntos en agenda. No es el caso de Ghierra, aunque su discurso está rodeado frecuentemente, sobre todo desde las redes sociales, de efectos de impacto sin profundo sustento. Ghierra es un artista destacado, con una obra extensa y amplia que valoro muchísimo. Ha sido notable su persistencia en difundir y poner el tema del patrimonio arquitectónico en la palestra. Pero esto no lo convierte en arquitecto, ni en urbanista ni en especialista en patrimonio (todas titulaciones universitarias que en Uruguay existen y que no posee). Esa confusión, que él mismo ha permitido en más de una oportunidad (y donde nuevamente el autor de la nota pierde rigor), no sólo desmerece su discurso y lo pone en el lugar equivocado, sino que desmerece las opiniones calificadas de quienes aportan a la nota en particular y a la discusión en general. La sensibilidad de Ghierra para valorar la estética arquitectónica del Montevideo de principios del siglo XX, traducida en dibujos fantásticos que nunca son esta ciudad y siempre hablan de ella, adquiere un tinte frívolo cuando sugiere ser la voz profesional especializada en fenómenos tan complejos como la producción de vivienda y el urbanismo de la ciudad contemporánea.

La realidad es que no todos estamos de acuerdo con preservar todo lo que está construido, pero, incluso si así fuera, las capacidades actuales del Estado para operar de esa manera son limitadísimas. De hecho, los recursos garantizados al patrimonio por la Ley 14.040 son ya insuficientes para atender las actuales demandas. La administración pública posee una inmensa cantidad de inmuebles con diversos grados de protección que apenas puede mantener (y a veces ni eso).

No todos estamos de acuerdo con preservar todo lo que está construido, pero, incluso si así fuera, las capacidades actuales del Estado para operar de esa manera son limitadísimas.

Si nuestra realidad fuera como la de Ámsterdam, donde el gobierno controla y regula el 30% de la vivienda, las capacidades de incidir serían muy distintas. Sin embargo, nuestras circunstancias son muy diferentes, a pesar de que nuestro Estado también se rige, como Holanda, por las reglas del mercado capitalista, donde la vivienda es un bien de cambio. Ahora, es correcto que la administración pública oriente las acciones de los particulares sobre lo construido. Deberíamos reconocer que es lo mínimo que se le puede pedir al Estado: una reglamentación clara sobre lo que hacer y lo que no, estímulos y desestímulos según criterios técnico-profesionales. Y esto colisiona, seguramente, con el mayor rédito o negocio de algún especulador capitalista que pueda estar aprovechando los ventajosos precios de algunas propiedades abandonadas en el centro de la ciudad. El caso del artículo en cuestión es evidente: no es admisible tirar abajo un edificio de importante valor testimonial para realizar un depósito. Menos, especular con los deterioros y los tiempos legales para ver perimidos dichos valores.

Nuestra sociedad está experimentando, desde hace un par de décadas al menos, un cambio en su estructuración nuclear que implica la necesidad de más viviendas sin que, necesariamente, haya un correlativo crecimiento poblacional. No voy a profundizar en este asunto aquí, simplemente digo que este cambio se produce mucho más rápido que lo que cambia la ciudad.

Esto no es nuevo; ha pasado antes y en muchas ciudades también. Podríamos decir que es propio de la evolución de las ciudades. Y lo que hacen las ciudades es adaptarse. Se adaptan las construcciones, se adapta su estructura, en procesos paulatinos, a veces espontáneos, a veces organizados y a veces ambas cosas a la vez. La pretensión de sujetar a los habitantes a modos de vida condicionados por los tipos arquitectónicos ya construidos me resulta estéril, además de un poco fascista. La misma Roma está plagada de ruinas devenidas en viviendas, mercados y oficinas.

De hecho, lo que está sucediendo hoy, por el contrario, es que no estamos aceptando el modelo morfológico establecido para la ciudad de Montevideo, al punto que incluso desandamos procesos casi consolidados por mirar más hacia atrás que al presente. El caso del edificio que construyó Rener en la calle Roque Graseras y Bulevar España es bastante ejemplarizante de esto. Se trata de una manzana de borde cerrado casi consolidada, con edificios modernos de buena a excelente factura y conservación, que conforman una unidad urbana a partir de la sumatoria de partes homogéneas. Sin embargo, al grito de la preservación de la última casona (ahora sí) remanente, salvando atributos muy poco originales, se define una alteración de la manzana, ocupando su corazón abierto, alterando la altura, dejando al descubierto dos medianeras y generando una nueva hacia la rambla de mayor altura (pobres vecinos). Todo un dislate por tener los ojos más puestos en el retrovisor que en el volante.

No estoy aquí para defender ni la burocracia ni las limitaciones de los instrumentos municipales o estatales para manejarse en el campo de la conservación del patrimonio arquitectónico, pero no son mis enemigos. De hecho, estoy convencido de que se pueden hacer las cosas mejor, con más voluntad política y formación específica. Tampoco estoy para fustigar a los mensajeros de un debate necesario y urgente. Pero es fundamental reconocer que las limitaciones existen, son muchas, y también las formaciones necesarias para dar instrumentos calificados a quienes pueden tomar medidas.

Nada más rico que una sociedad entera opinando sobre el patrimonio y discutiendo sobre qué debemos valorar y cuidar. Pero no es lo que está sucediendo; por ahora vemos el pataleo histérico por redes sociales de grupos pequeños que hacen ruido sobre algunas situaciones seleccionadas con un criterio muy opaco.

Como señalaba antes, Montevideo cuenta con varios instrumentos y oficinas, departamentales y nacionales, dedicadas al patrimonio. La situación en el interior es más despareja y precaria aún. Han sucedido hechos escandalosos (como el del hotel San Rafael) que, sin embargo, no tienen la repercusión que, por ejemplo, tiene la probable demolición de la casa en Herrera y Reissig y Nardone, en el Parque Rodó. La desproporción entre las reacciones en un caso y otro es llamativa. La distancia entre las cuestiones valorables en ambos casos también, e inversamente proporcional al ruido que estamos oyendo.

Para un debate serio sobre el patrimonio necesitamos reconocer y separar qué es añoranza y qué es un valor mayor digno de ser preservado. Necesitamos ampliar la mirada en el territorio y enriquecerla con las distintas aristas que inciden en un problema complejo como es la ciudad. Pero, sobre todo, precisamos más argumentos y menos pataleo.

Javier Márquez Scotti es arquitecto y magíster en Arquitectura.

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