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Pensar el final de la vida: entre la autonomía personal y los saberes expertos

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Hablar de la muerte nunca es sencillo. Sin embargo, se trata de un hecho inevitable, profundamente humano y, quizá, de los pocos que todavía nos iguala a todos y a todas. No solo compartimos la certeza de que algún día moriremos, sino también la experiencia de enfrentar la muerte de quienes nos rodean, sean cercanos o no. Lo que sí varía son las condiciones en que llega y, sobre todo, el modo en que podemos decidir transitarla. Pensar en la muerte no es pensar en un final abstracto, sino en cómo ejercer, hasta el último momento, la posibilidad de elegir sobre nuestro propio cuerpo, nuestros valores y nuestros vínculos.

En el marco del proyecto Diálogos interdisciplinarios sobre la eutanasia. Aportes para una conversación ciudadana, financiado por el programa Ciudadanía y Conocimiento de la Comisión Sectorial de Enseñanza de la Universidad de la República, nos propusimos contribuir al debate público a partir de una mirada académica plural, respetuosa y situada. Estas líneas recogen algunas de las reflexiones colectivas surgidas en ese proceso, sin representar necesariamente la opinión de todos los integrantes del proyecto.

La conciencia de nuestra finitud atraviesa toda vida humana. Saber que la muerte llegará, sin saber cuándo ni cómo, es quizá lo único verdaderamente común a todas las personas. En ese horizonte, el modo en que transitamos el final de la vida no es solo una cuestión individual, sino también colectiva, ética y política.

El debate parlamentario actual, que pone en discusión la posibilidad de regular la eutanasia en Uruguay, es una expresión concreta de esa preocupación. Más allá de los acuerdos o desacuerdos que pueda suscitar una eventual ley, lo que subyace a la discusión política son preguntas frente a las cuales nunca habrá un consenso definitivo: ¿cómo queremos habitar ese último tramo? ¿Qué entendemos por una muerte digna? ¿Quién puede —y debe— decidir? ¿Qué papel les corresponde a la medicina y al derecho —dos disciplinas que históricamente han normado la vida y la muerte— ante la autonomía de las personas?

Tanto el discurso médico como el jurídico han desempeñado un papel central en la configuración moderna de la muerte, desplazando los saberes comunitarios y religiosos que tradicionalmente acompañaban ese proceso. En este tránsito de una muerte más colectiva y ritualizada hacia una muerte individual, silenciosa e institucionalizada, la persona que muere ha sido muchas veces reducida a un objeto de gestión clínica o normativa1. La muerte, despojada de su dimensión simbólica, se redefine como un fenómeno biológico, muchas veces privado de significado público. Paradójicamente, lo más inevitable se vuelve indecible; lo más humano, una anomalía.

Esta transformación no es neutra. Ha influido también en las formas de ejercer la medicina y de concebir el rol profesional ante el final de la vida. No es infrecuente que la muerte de un paciente se experimente como un signo de impotencia o de fracaso profesional, efecto de una tradición que concibe la práctica médica como orientada a curar, aliviar el dolor y prolongar la vida. En este contexto, el debate sobre la eutanasia invita a revisar, desde una perspectiva ética y técnica, los marcos que configuran el lugar de la muerte en la cultura médica. Reconocer la autonomía de quienes atraviesan ese proceso implica repensar el rol clínico no como decisión sustitutiva, sino como acompañamiento técnico y humano de procesos de deliberación profundamente personales.

Este giro dialoga con cambios sociales más amplios. La medicina, históricamente ejercida bajo un modelo paternalista, ha ido incorporando formas más horizontales de vinculación. El mayor acceso a la información, junto con la expansión de derechos sociales, han transformado la relación médico-paciente: hoy, las personas se reconocen cada vez más partícipes de las decisiones que afectan su salud, su cuerpo y su proyecto vital.

Desde esta perspectiva, una relación clínica respetuosa de la autonomía personal requiere ser concebida en términos relacionales: no como un vínculo de subordinación, sino como una forma de acompañamiento ético y técnico, en la que el saber profesional se articula con la experiencia, los valores y las elecciones de vida de cada persona. Esta articulación necesita apoyarse en reglas claras y compartidas, que garanticen transparencia, confianza y seguridad para ambas partes.

El cambio hacia una medicina más dialógica y atenta a la singularidad exige recuperar los pilares de la bioética: beneficencia, no maleficencia, justicia y, muy especialmente, autonomía. Este principio permite reconocer no solo el derecho de cada persona a tomar decisiones informadas sobre su cuerpo, sino también a participar activamente en las formas de cuidado que desea recibir, incluso ante el final de la vida.

Proponemos una reflexión que, lo sabemos, interpela culturalmente e incluso puede resultar incómoda. Deliberadamente, trazamos una extrapolación que no busca equiparar realidades, sino abrir preguntas. Así como cada vez más personas en Uruguay elaboran planes de parto —rutas anticipadas y consensuadas para transitar un momento vital dentro de un sistema históricamente medicalizado—, ¿por qué no imaginar también formas de planificar el buen morir? ¿Qué resistencias, miedos o silencios dificultan esa posibilidad?

Pensar en un “plan de muerte” no significa determinar su causa ni su fecha, del mismo modo que un plan de parto no garantiza una forma exacta de parir. Implica, más bien, anticipar condiciones dignas para una etapa irrepetible: decidir con quién, cómo, dónde, bajo qué cuidados, con qué apoyos técnicos y humanos, y con qué límites. Si reconocemos que cada persona tiene derecho a tomar decisiones libres e informadas sobre su cuerpo, su salud y su proyecto vital, parece razonable extender esa lógica también al final de la vida.

Como comunidad política, nos corresponde garantizar que la elección sobre la propia muerte, cuando se exprese de forma libre e informada, pueda transitarse en condiciones de respeto, cuidado y dignidad.

En nuestra sociedad, la muerte ocupa un lugar marginal, muchas veces revestido de silencio o tabú. A diferencia de otras culturas que han desarrollado prácticas comunitarias o rituales para acompañarla, el morir queda a menudo absorbido por lógicas institucionales que no siempre respetan la voluntad individual. Aunque la terapéutica ha permitido avances indiscutibles —como el control del dolor o el acceso a cuidados clínicos especializados—, también puede invisibilizar la dimensión subjetiva y relacional del morir. Frente a eso, pensar en un “plan de muerte” puede ser una manera de recuperar agencia, deliberación y cuidado sobre un momento profundamente humano.

Desde el punto de vista jurídico, incorporar esta idea implicaría trasladar al final de la vida la lógica de consentimiento anticipado que ya reconocemos en otros ámbitos. Así como el plan de parto empodera a la persona gestante dentro de un sistema que históricamente le negó voz, un plan de muerte digna podría habilitar mecanismos prácticos para ejercer la autonomía en contextos marcados por la vulnerabilidad. La Constitución uruguaya, la legislación sanitaria y los tratados internacionales de derechos humanos reconocen la dignidad, la libertad personal y la autonomía como principios fundamentales. En ese marco, el Estado podría garantizar marcos de actuación seguros, claros y respetuosos para todas las personas involucradas.

Este enfoque no anula el rol de la medicina: lo reconfigura. Acompañar decisiones en el final de la vida no implica curar ni prolongar, sino estar presente desde el saber técnico (de la mejor evidencia disponible para ello), la responsabilidad ética y una mirada humanista, ante una elección tomada de forma autónoma. Como en otras etapas vitales, la medicina puede ofrecer herramientas valiosas cuando actúa con respeto, escucha y sentido crítico. No se trata de oponer la eutanasia a los cuidados paliativos ni de sustituir otras formas de acompañamiento, sino de ampliar el repertorio de respuestas disponibles, integrando distintos marcos, actores y saberes. La muerte, como parte de la vida, merece ser pensada desde una lógica de derechos, que reconozca la diversidad de valores, trayectorias vitales y creencias, inscrita en el contexto cultural y social de Uruguay.

Etimológicamente, la palabra “eutanasia” procede de dos conceptos griegos: “eu”, que quiere decir “bueno”, “dulce” o “feliz”; y “thanatos”, que significa “muerte”. En su sentido originario, remite así a la idea de una buena muerte o una muerte feliz. En su sentido profundo, no remite tanto a provocar una muerte, sino a evitar un sufrimiento irreversible cuando ya no hay retorno posible. Lo que está en juego no es una decisión ajena, sino el ejercicio de una voluntad expresada con claridad.

En la práctica clínica ya existen decisiones próximas —como la adecuación o limitación del esfuerzo terapéutico, es decir, no iniciar o suspender medidas de soporte vital— que, aunque más aceptadas, siguen generando dilemas. Algunas corrientes la denominan “eutanasia pasiva”, en contraposición a la “eutanasia activa”, entendida como la provocación deliberada de la muerte para poner fin a un sufrimiento insoportable2. Sin embargo, si se desplaza el foco desde la acción médica hacia el consentimiento informado y el propósito de aliviar, esta distinción se vuelve menos nítida. Lo relevante no es solo la intervención técnica, sino su sentido ético y la voluntad de quien la solicita. En ese marco, lo que define a la eutanasia no es la producción de la muerte, sino el respeto por una decisión autónoma orientada a mitigar un sufrimiento intolerable. Desde la perspectiva de quien atraviesa ese dolor, la diferencia entre dejar morir y ayudar a morir puede diluirse, siempre que ambas opciones respondan a una decisión libre e informada. Lo que importa, entonces, no es únicamente el acto médico, sino el modo en que se construye el proceso.

Por eso, una política pública sobre el final de la vida debe ser clara, transparente, participativa y técnicamente rigurosa. Al igual que otros procesos vitales, el morir también puede beneficiarse de un acompañamiento profesional sensible, que respete los valores y decisiones de cada persona. La medicina, en ese escenario, no tiene que decidir por otros, sino ofrecer su saber como herramienta al servicio de la autonomía.

La aceptación social de la eutanasia en Uruguay es alta, según reflejan diversas encuestas3. Sin embargo, el debate político continúa girando, en muchos casos, en torno a las inquietudes del personal de salud, antes que a los derechos y decisiones de quienes atraviesan el final de la vida. Reorientar esa conversación hacia un enfoque más centrado en la autonomía personal y, específicamente, en el derecho a decidir sobre el propio morir, permitiría reconocer que la muerte, al igual que otros momentos vitales, puede formar parte de un proyecto de vida. Y que, como comunidad política, nos corresponde garantizar que esa elección, cuando se exprese de forma libre e informada, pueda transitarse en condiciones de respeto, cuidado y dignidad.

Lucía Giudice es profesora adjunta del Instituto de Filosofía y Teoría General del Derecho y del Instituto de Derecho Constitucional, Facultad de Derecho, Udelar; Federico Garafoni es médico intensivista, especialista en farmacología y terapéutica, profesor adjunto de la Unidad Académica de Farmacología y Terapéutica, Facultad de Medicina, Udelar; Stefano Fabbiani es médico intensivista, especialista en farmacología y terapéutica, profesor adjunto de la Unidad Académica de Farmacología y Terapéutica, Facultad de Medicina, Udelar; Noelia Speranza es especialista pediatría y en farmacología y terapéutica, profesora titular de la Unidad Académica de Farmacología y Terapéutica, Facultad de Medicina, Udelar.


  1. Rivero Lara, M. La muerte en Uruguay. Análisis sobre las concepciones en torno a la muerte a partir del discurso sobre eutanasia. Tesis de grado. Montevideo: Udelar. Facultad de Ciencias Sociales, 2020. Disponible en https://www.colibri.udelar.edu.uy/jspui/handle/20.500.12008/26611 

  2. Ver al respecto: Cabré Pericas, et al. Limitación del esfuerzo terapéutico en medicina intensiva. Med Intensiva 2002;26(6):304-11. Miret Magdalena E. Eutanasia, filosofía y religión. (2003). Humanitas, humanidades médicas. Vol. 1; N°1. 

  3. SMU (6 de junio de 2020): El 82% de los uruguayos está de acuerdo con la eutanasia y el 62% con el suicidio asistido según encuesta realizada por SMU. Disponible en: https://www.smu.org.uy/el-82-de-los-uruguayos-esta-de-acuerdo-con-la-eutanasia-y-el-62-con-el-suicidio-asistido-segun-encuesta-realizada-por-smu/ 

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