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Por una decolonización que no tema hablar: pensar Palestina desde el lenguaje

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Como estudiante de periodismo de la Universidad de la República, leí la columna “Heridas de representación: hacia un lenguaje de la decolonización”, publicada el 18 de octubre en la sección Posturas de la diaria, en un intento de comprender su planteo y pensar, desde allí, cómo hablamos —y callamos— frente al genocidio del pueblo palestino.

En su texto, la autora, Megan Sara Zeinal Werba, advierte sobre el riesgo de que la solidaridad con Palestina se convierta en espectáculo, reproduciendo la violencia epistémica y apropiándose de la voz de su pueblo. Valoro el esfuerzo por cuestionar cómo el lenguaje puede reproducir estructuras de poder y por destacar la importancia de que los pueblos oprimidos hablen por sí mismos. Sin embargo, la solidaridad con Palestina no necesariamente infantiliza a su pueblo. Como señala la propia columna: “Se infantiliza a la población e impide una autonomía con implicación material”.

El desafío es evitar hablar por los oprimidos sin caer en el extremo contrario: callar mientras son silenciados. La decolonización del lenguaje no significa esperar pasivamente a que quienes sufren violencia sistemática puedan alzar su voz, en un contexto de asesinato intencional y localizado de su pueblo y de su prensa. Como plantean Ngũgĩ wa Thiong’o y Frantz Fanon, se trata de evidenciar la opresión, amplificar las voces silenciadas y resistir la neutralidad del colonizador. Nombrar el genocidio y denunciar la ocupación acompaña la lucha palestina, no la reemplaza.

Desde Uruguay –donde la historia registra y recuerda el genocidio de Salsipuedes al pueblo charrúa como una campaña de exterminio sistemático, desplazamiento forzado y destrucción cultural– sabemos que el silencio favorece al poder. No puede existir un alto al fuego real entre un genocida y un pueblo asediado; mientras exista tal asimetría, cualquier cese de hostilidad será frágil y parcial. Esto se ve demostrado en la coyuntura actual. Según el Centro Palestino para los Derechos Humanos, el 20 de octubre de 2025, ataques aéreos israelíes resultaron en la muerte de decenas de palestinos, entre ellos niños, mujeres y un periodista. Estos ataques se dirigieron a concentraciones civiles y sitios de refugio temporal sin ninguna necesidad militar u objetivo legítimo comprobado, constituyendo una reanudación sistemática de la política israelí de asesinatos masivos y ataques deliberados contra civiles. El exterminio continúa sin tregua, e Israel, una vez más, bloquea la ayuda humanitaria.

El desafío es evitar hablar por los oprimidos sin caer en el extremo contrario: callar mientras son silenciados. La decolonización del lenguaje no significa esperar pasivamente a que quienes sufren violencia sistemática puedan alzar su voz.

En contextos de opresión, los aparatos de poder no solo ejercen violencia: también fabrican marcos discursivos que buscan desactivar la denuncia y generar culpa en quienes se solidarizan con las víctimas. Como señalaron Noam Chomsky y Edward

S. Herman en El consentimiento manufacturado (1988), los sistemas mediáticos y políticos diseñan narrativas que determinan qué se considera relevante, legítimo o “exagerado” en la opinión pública. En el caso de Gaza, estas estrategias pretenden que la solidaridad crítica parezca impropia o inadecuada, mientras naturalizan la violencia de quienes detentan el poder. Reconocer este mecanismo permite afirmar que nombrar el genocidio y denunciar la ocupación no es una transgresión ni una infantilización, sino un acto de responsabilidad ética frente a la injusticia.

Esa discusión sobre quién puede hablar y desde dónde tampoco nos es ajena. ¿Cómo se escribe desde Uruguay sobre Palestina? ¿Qué implica solidarizarse con el pueblo palestino desde una lengua y una historia distintas? Tal vez lo decolonial, más que un ejercicio de prudencia, sea un ejercicio de coraje: atreverse a nombrar desde los márgenes del mundo, desde una voz que no busca sustituir, sino sumarse —contemplando su propia experiencia— al tejido de resistencias. En este sentido, pensar el lenguaje no sólo como instrumento, sino como campo de disputa, nos compromete a revisar nuestras propias formas de decir —y de callar—. La decolonización comienza cuando reconocemos que el silencio también habla, y casi siempre argumenta en favor del poder.

La decolonización auténtica exige que los palestinos construyan sus propios marcos de interpretación: la autonomía discursiva es un derecho innegociable. Pero el silencio frente a la violencia, aunque busque prudencia o evitar “infantilizar”, corre el riesgo de volverse complicidad. Desarmar la herencia colonialista poco tiene que ver con esperar inactivos mientras somos testigos de la violencia más sanguinaria y repudiable; significa hablar con conciencia crítica, amplificando voces silenciadas y tomando partido ético ante el abuso. La solidaridad crítica no implica protagonismo externo, sino un acto de responsabilidad que fortalece la lucha y resiste el borrado histórico. Solo así podemos proteger la palabra propia, responder a la violencia concreta que atraviesa el mundo e impedir —o al menos intentar— que el lenguaje del poder gane la batalla de las palabras.

Martina Molinari es estudiante de Periodismo.

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