Opinión Ingresá
Opinión

Radiografía del posfascismo: el regreso del odio en modo democrático

5 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

La libertad de expresión no es un cheque en blanco, sino un pacto social, es decir, un acuerdo que permite la circulación de voces, siempre y cuando esas voces no pongan en riesgo la existencia de otros. Y acá hay una primera diferencia sustancial: una cosa es disentir en la arena política (discutir sobre impuestos o modelos de desarrollo), y otra muy distinta es poner en duda si las lesbianas merecen vivir, si las personas trans son “humanas de verdad” o si los migrantes deben ser expulsados. Eso no es opinión, es negación de humanidad.

Lo vimos en Argentina con el triple lesbicidio de Barracas en 2024; en España, unos años antes, con el asesinato de Samuel Luiz al grito de “maricón de mierda” a la salida de un boliche, y también con la “cacería de migrantes”. En Estados Unidos lo vivimos con la masacre en el club Pulse de Orlando y con el crimen racista de George Floyd, asfixiado mientras suplicaba por aire. Todos estos ejemplos –entre miles más– no son hechos aislados: son la traducción más brutal de un clima discursivo que habilita la violencia y la convierte en destino.

Confundir libertad de expresión con derecho a destruir al semejante es parte de la trampa contemporánea. Se vende como pluralismo lo que en realidad es habilitación del fascismo cotidiano, vestido de “opinión incómoda” para disfrazar lo que es directamente un proyecto de exclusión. No se trata de ideas de derecha o de izquierda, sino de mínimos límites civilizatorios, sin los cuales no hay conversación posible porque no hay vidas reconocidas como interlocutoras.

¿Es más pertinente hablar de neofascismos o de posfascismos? Creo que, en el fondo, el debate importa más por lo que revela que por la etiqueta: estamos frente a una mutación del mismo virus. Estas formas no son un accidente, son un programa. Su objetivo es corroer los fundamentos de la democracia desde el interior utilizando las propias reglas del juego democrático para instalar la exclusión como horizonte. No discuten: degradan. No debaten: clasifican. Su potencia no está en convencer sino en disciplinar, en marcar qué vidas valen y cuáles pueden ser descartadas sin que eso genere escándalo.

Estas nuevas formas de fascismo ya no necesitan uniformes, marchas militares ni símbolos explícitos para operar. Su eficacia radica en la plasticidad, ya que pueden adoptar el lenguaje de la democracia, disfrazarse de defensa de la libertad o de lucha contra la “casta” (como ocurre en Argentina) y desde ese lugar corroer todo pacto social. Son fascismos low cost, adaptados al capitalismo de plataformas, donde el algoritmo reemplaza al mitin y el trending topic funciona como propaganda. Se presentan como rebeldía frente al sistema, pero son en realidad el dispositivo más aceitado del sistema en crisis: un fascismo que se camufla en la inmediatez del celular, en la saturación de mensajes, en la estética de la provocación constante.

Cuando se tolera lo intolerable, la democracia se debilita desde adentro. Una sociedad que abre espacio a voces que niegan la humanidad de cierto grupo de personas termina cavando su propia tumba. Lo que empieza en los márgenes como provocación –el insulto, el chiste discriminatorio, la fake news que asocia diversidad con pedofilia– primero se vuelve discutible, después aceptable y, finalmente, legítimo. Hasta que un día aparece en la boleta electoral. Eso ya pasó con Javier Milei en Argentina, con Jair Bolsonaro en Brasil, con Donald Trump en Estados Unidos. El camino siempre es el mismo: primero se ríen del “loco”, después lo invitan a los programas y, cuando nos queremos dar cuenta, gobierna. La ventana de Overton en toda su potencia.

No se trata de opiniones sueltas. Son dispositivos de poder que buscan reorganizar el campo social. No hay neutralidad posible: cada vez que se le concede espacio lo que circula no es diversidad de voces, sino arquitectura de exterminio. Al darle pantalla, micrófono o convertirlo en trending topic, no estamos ampliando la democracia, estamos habilitando su liquidación.

No toda voz puede ser tolerada sin límites

Una democracia que da el mismo valor a quienes defienden la vida en común que a quienes buscan destruirla se suicida. Karl Popper lo explicó hace 80 años: si la tolerancia se vuelve indiscriminada, acaba devorada por quienes la usan para instalar el odio como norma.

El fenómeno Milei, Trump, Bolsonaro (y otros tantos como ellos en todo el mundo) no es un accidente, es un síntoma. En sociedades precarizadas, donde el futuro está clausurado, emergen tribus que encuentran identidad en el odio. Hay cohesión en la exclusión. No buscan transformar el mundo; en cambio, buscan un refugio afectivo en el rechazo y en la destrucción del otro. Y ese refugio es poderoso porque ofrece lo que la sociedad moderna no puede prometer: pertenencia. Una cofradía de resentidos que convierte la humillación propia en venganza colectiva.

Confundir libertad de expresión con derecho a destruir al semejante es parte de la trampa contemporánea. Se vende como pluralismo lo que en realidad es habilitación del fascismo cotidiano, vestido de “opinión incómoda”.

Lo intolerable se vuelve rutina cuando se repite sin freno. Y esa repetición no es un efecto colateral: es el mecanismo mismo. El neofascismo necesita circulación para convertirse en sentido común. La consigna es clara: saturar, desgastar, naturalizar. Cuando el odio se vuelve paisaje, deja de percibirse como amenaza y empieza a operar como orden.

Los discursos de odio son tecnologías políticas ya que no sólo nombran, producen realidades: reconfiguran quién es considerado sujeto y quién sobra. No hay neutralidad posible frente a esto. Permitir que se amplifiquen en nombre de la libertad de expresión equivale a confundir democracia con espectáculo y convivencia con rating.

La disputa no es por el derecho a opinar, es por los límites de lo humano. Si todo puede ponerse en discusión –si alguien merece un documento, si alguien merece vivir–, ya no hay conversación democrática posible. Lo que queda es la instauración de un régimen de crueldad que no se presenta como dictadura, sino como libertad. Y acá está su perversión: la democracia devorándose a sí misma en nombre de la propia democracia.

En este contexto, el problema de dar micrófono a personajes con tintes neofascistas cobra otra dimensión: no es un debate abierto, es una performance de exclusión y dominación que va socavando aún más un tejido social (que estaba frágil). Cada “chiste” sobre travestis, cada fake news, cada insulto racial o clasista que se transmite en vivo es un ladrillo en una arquitectura del odio que, tarde o temprano, se traduce en violencia concreta. Y lo peor: se traduce en sentido común.

El desafío es comprender que la democracia no consiste en tolerar lo intolerable, sino en cuidar los marcos que nos permiten coexistir. Y esos marcos se sostienen en mínimos acuerdos éticos: que nadie sea asesinado, expulsado o degradado por su identidad. Todo lo demás es debatible. Pero eso no, porque en ese caso no se juega la política, se juega la humanidad.

Por eso, defender la libertad de expresión no puede significar poner en duda la existencia de otros. No es censura, es responsabilidad. Como mencioné al principio, cuando todo se vuelve opinable –si una mujer merece el derecho a la seguridad y a no ser violada, si una travesti merece un documento, si un migrante merece vivir y no ser cazado como animal– ya no hablamos de libertad, sino de barbarie.

No da lo mismo darle micrófono a un libertario que discute un modelo económico que a un agitador que niega derechos humanos básicos. El primero pertenece al juego democrático; el segundo dinamita el piso sobre el que ese juego es posible. La pluralidad no se mide por la cantidad de voces, sino por la calidad de los marcos que sostienen la vida en común.

Los discursos de odio no son ideas, son dispositivos que reconfiguran el sentido de lo humano. Cuando se los amplifica, lo que se habilita no es debate, sino exclusión, segregación y violencia. Y una sociedad que se acostumbra a eso ya no está discutiendo política: está naturalizando la barbarie.

Agus Kupsch es antropóloga, investigadora especializada en cambios culturales y fundadora de Panóptico Cultural.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura