En Uruguay, los rieles se oxidan al sol. Las viejas estaciones miran en silencio cómo el tiempo y la desidia las cubren de pasto. El tren, símbolo de progreso, integración y modernidad durante más de un siglo, parece haber quedado detenido en una vía muerta. Sin embargo, detrás de ese abandono late una oportunidad: la de recuperar un patrimonio que no solo cuenta la historia del país, sino que también puede proyectar futuro a través del turismo y la revalorización cultural.
El ferrocarril uruguayo nació en 1868 con la línea Montevideo–Durazno, y muy pronto se convirtió en una columna vertebral del territorio. Como señala Jacobo Malowany, “entre 1880 y 1890 la red ferroviaria triplicó su longitud en solo cinco años”, conectando pueblos, mercados y destinos turísticos incipientes. Fue en esos vagones donde figuras como Francisco Piria o Nicolás Mihanovich imaginaron un país en movimiento, articulando los primeros viajes de placer hacia Piriápolis, Atlántida o Colonia.
El tren no sólo transportaba personas: construía identidad. En sus andenes surgieron pueblos enteros, y en torno a ellos se desarrolló una cultura del viaje, del encuentro y del tiempo libre. Con la nacionalización impulsada por José Batlle y Ordóñez en 1907, el ferrocarril se volvió símbolo de integración social y democrática. Las políticas batllistas —como la Ley de las Ocho Horas— abrieron las puertas del ocio a las clases trabajadoras, permitiendo que el turismo fuera un derecho y no un privilegio.
Pero con el paso de las décadas, el tren perdió prioridad en la agenda nacional. Las sucesivas administraciones de los últimos veinte años han multiplicado los diagnósticos, los proyectos y los anuncios, pero no los resultados. La mayoría de las estaciones, que alguna vez fueron el corazón de los pueblos, hoy son esqueletos de ladrillo y tejas, cubiertos de grafitis o convertidos en depósitos improvisados. El país que nació al compás del silbato del tren parece haberse resignado al silencio.
Patrimonio en ruinas, memoria en riesgo
El abandono del patrimonio ferroviario no es solo una pérdida material; es también una pérdida simbólica. En cada estación clausurada se desvanece parte de la memoria colectiva. La falta de mantenimiento, de políticas de conservación y de visión cultural han reducido a ruinas un sistema que alguna vez articuló el territorio con inteligencia y sentido de pertenencia.
El abandono del patrimonio ferroviario no es solo una pérdida material; es también una pérdida simbólica. En cada estación clausurada se desvanece parte de la memoria colectiva.
El investigador Francesc Fusté-Forné recuerda que “los trenes turísticos conectan paisajes culturales y naturales, comunicando autenticidad y sentido de lugar”. En esa frase está contenido el valor que Uruguay no ha sabido capitalizar: el tren como comunicador de identidades locales, como narrador del paisaje y como puente entre generaciones. Donde otros países han convertido las viejas líneas ferroviarias en experiencias turísticas, nosotros acumulamos estaciones cerradas y vías cortadas.
Aun así, existen experiencias que demuestran que el patrimonio ferroviario puede revivir cuando se combina gestión local, apoyo institucional y creatividad. En Mal Abrigo (San José), la vieja estación se transformó en espacio de encuentro y fue clave para que el pueblo fuera distinguido como Pueblo Turístico MINTUR 2015. En Santa Catalina (Soriano), la estación se convirtió en epicentro de actividades culturales y comunitarias también mediante dicha premiación de MINTUR que tuvo su última edición en 2019.
En Lorenzo Geyres (Estación Queguay) de Paysandú, el proyecto “La Estación más linda del país” buscó recuperar un edificio aún atravesado por trenes de carga. Contó con el apoyo de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) y el Ministerio de Turismo (Mintur), pero quedó trunco con el cambio de administración en 2020. Hoy, ni la estación ni el tren de piedra caliza que unía la planta de ANCAP con Paysandú siguen en funcionamiento. Una historia que resume la fragilidad de nuestras iniciativas cuando falta continuidad y compromiso estatal.
También hubo esfuerzos puntuales, como los trenes turísticos organizados por el Círculo de Estudios Ferroviarios del Uruguay (CEFU) o los paseos a Valle Edén con astroturismo, que han despertado una emoción colectiva pocas veces vista. Son señales de que el tren aún vive en la memoria afectiva de los uruguayos. Hoy, el único tren de pasajeros que circula regularmente —entre Rivera y Tacuarembó— demuestra que el interés del público existe, aunque las pocas frecuencias, las fallas mecánicas y la falta de repuestos amenacen su continuidad.
Recuperar el tren es volver a conectar al país
El ferrocarril no puede reducirse a una cuestión de transporte: es un elemento constitutivo del territorio y un recurso cultural de primer orden. Si, como sostiene Fusté-Forné (2018), “el patrimonio es una forma de comunicación”, entonces cada estación uruguaya tiene algo que decir sobre quiénes fuimos y quiénes podríamos volver a ser. Revalorizar el patrimonio ferroviario no implica necesariamente que todos los trenes deban volver a andar, sino que las estaciones, las vías y los entornos pueden resignificarse como espacios de turismo, cultura y educación.
En tiempos en que las generaciones más jóvenes nunca han viajado en tren, devolverle vida a este patrimonio sería también una forma de reconectar con nuestra historia y de ofrecer nuevas experiencias turísticas con sentido. El turismo ferroviario, los museos locales y los recorridos temáticos podrían convertirse en estrategias de desarrollo territorial sostenible, especialmente en el interior profundo.
El ferrocarril uruguayo fue, durante más de un siglo, una promesa cumplida: unir el territorio y democratizar el viaje. Hoy, esa promesa descansa bajo la maleza, esperando una nueva oportunidad. La historia —como las vías— puede repararse. Pero para eso se necesita voluntad, gestión y una mirada que entienda que el patrimonio no es pasado: es presente y futuro.
Como dijo Malowany, “el turismo uruguayo nació de la confluencia de necesidades sociales, avances tecnológicos y visión empresarial”. Tal vez haya llegado la hora de volver a mirar al tren no con nostalgia, sino con la misma visión de quienes lo pusieron en marcha: como una herramienta para mover no solo personas, sino también ideas, identidades y esperanzas.
Juan Andrés Pardo es máster en Consultoría Turística y politólogo.