La descentralización de la educación superior es una condición ineludible si queremos una Universidad verdaderamente pública y nacional. Desde hace décadas, este ha sido un horizonte central para la Universidad de la República (Udelar): no concentrar el conocimiento en unos pocos barrios de la capital, sino llevarlo a todo el territorio nacional. Pero no basta con mover servicios de lugar: hace falta construir condiciones materiales y humanas que permitan sostenerlos. Cuando esto no ocurre, la descentralización se vuelve una forma de abandono; se delega en la buena voluntad lo que debería ser responsabilidad de la política pública.
Mismo les pegamos
Hablar como estudiante de la Facultad de Ciencias (FCien) es hacerlo desde un territorio particular. Nuestra sede se ubica en Malvín Norte, un barrio profundamente carenciado, que concentra problemas de vivienda, alimentación, inseguridad y exclusión educativa. El edificio actual se instaló en los años 90, en construcciones originalmente pensadas como dormitorios para una ciudad universitaria que no se concretó. Hoy nos ubicamos en un espacio que nunca llegó a desarrollarse como se había proyectado. Las intenciones originales fueron buenas, y la descentralización –dentro y fuera de Montevideo– sigue siendo un objetivo irrenunciable. Sin embargo, es necesario preguntarse qué implicó realmente instalar una Facultad de Ciencias en un barrio históricamente postergado. ¿Realmente logramos integrarnos al entorno, mejorar la vida cultural, abrir puertas a los vecinos? ¿O nos convertimos, sin quererlo, en una torre aislada donde unos pocos estudiamos cosas incomprensibles para quienes viven alrededor? Las respuestas no son sencillas.
Existen proyectos de extensión muy valiosos, docentes comprometidos y estudiantes que dedican tiempo y energía a vincular la ciencia con el barrio. Pero también hay una realidad innegable: sin recursos humanos suficientes, sin presupuesto y sin políticas de apoyo sostenidas, el trabajo se vuelve heroico, frágil y voluntarista. Algo similar sucede con los Centros Universitarios Regionales (Cenur) del interior: la descentralización avanza, pero muchas veces se sostiene a pulmón y no sobre una estructura sólida.
Más de una vez, al mencionar que estudio en Ciencias, me han respondido con comentarios que asocian automáticamente la zona con la inseguridad o que lamentan que la facultad esté ubicada allí. La realidad es que existe una parte de la población que imagina ese lugar como un espacio peligroso o extraño. Esa reacción revela cómo hay barrios a los que se les teme, y ese miedo se ha usado para justificar el abandono.
Hacer extensión no es ir a resolver los problemas del barrio, es aprender con él, comprender la realidad social que nos rodea y formar científicos y ciudadanos con conciencia crítica.
Sería ingenuo negar que existen robos en la zona y que se viven situaciones de delincuencia, pero la inseguridad no empieza cuando alguien roba, sino cuando un niño crece sin comida suficiente, sin un lugar donde estudiar, sin que nadie espere demasiado de él. El Estado los dejó tirados, se olvidó de esos gurises cuando les faltó una cama, un plato de comida, la escuela o las oportunidades; recién se acuerda de ellos cuando los va a reprimir por haber robado una cartera, y los llamamos “violentos” después de haberlos dejado solos y de haber ejercido sobre ellos la violencia más estructural.
Inextensa extensión
Lo que sucede en Malvín Norte no es un caso aislado: revela algo más profundo sobre el lugar que ocupa la Universidad en territorios donde el Estado llega poco. Esa realidad también marca límites claros a su capacidad de acción. En ese contexto, pretender que –por sí sola– repare el daño histórico de la exclusión es una ilusión. La extensión universitaria es una de las tres funciones esenciales de la Udelar y debe fortalecerse, pero no puede reemplazar la acción de las otras instituciones del Estado. Hacer extensión no es ir a resolver los problemas del barrio, es aprender con él, comprender la realidad social que nos rodea y formar científicos y ciudadanos con conciencia crítica. En ese sentido, su mayor aporte no es el de “ayudar a los pobres”, sino el de recordarnos que el conocimiento se construye también fuera de la Universidad. Nos debe obligar a preguntarnos qué conocimiento producimos y para quién.
Es cierto que existen experiencias significativas de vinculación directa con la sociedad. Servicios como el Hospital de Clínicas o el Consultorio Jurídico muestran cómo la Universidad puede tener un impacto concreto en la vida de las personas. Pero incluso esos ejemplos –que son excepcionales por su escala e historia– evidencian que sin inversión sostenida no hay vínculo posible. Para que la descentralización sea real, no basta con instalar edificios: se trata de comprometerse con un territorio, reconocer su historia y construir conocimiento junto con otros actores sociales y estatales. Eso requiere recursos y políticas sostenidas: salarios dignos, infraestructura adecuada, incentivos reales para investigar y enseñar fuera del centro o de la capital.
Defender un financiamiento digno para la Universidad –el 6% del PIB para la educación pública y el 1% para investigación– no es un reclamo panfletario: es una necesidad para que la descentralización sea algo más que una buena intención. Si queremos una Universidad presente en todo el país, primero tenemos que darle las condiciones para estar de verdad. Descentralizar es imprescindible, pero hacerlo sin recursos es una forma elegante de mirar para otro lado.
Lautaro Gutiérrez es estudiante de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República y fue vocero del Gremio Estudiantil del IAVA.