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La erosión democrática y el debilitamiento del Estado nacional

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¿Por qué se está produciendo una erosión democrático/institucional tan rápida, profunda, extendida y, al parecer, imparable en gran parte del planeta? ¿Se vincula con el declive de Occidente y con el debilitamiento del Estado nacional?

Estimamos que la respuesta debe vincular las dos preguntas. En la modernidad de Occidente, fundamentalmente en los últimos siglos, se consolidaron los estados nacionales, es decir que las sociedades fueron organizándose en entidades políticas centralizadas, con territorios definidos, gobiernos soberanos y una identidad colectiva común. Como muy bien lo explicó Max Weber, dichos estados gozaron del monopolio de la fuerza en un territorio delimitado. Pero no solamente eso; tenían poderes importantes para intervenir en el estado de cosas que afectaba la vida de la mayoría de las personas, por lo que la adhesión o el rechazo a los gobiernos y, en consecuencia, a las políticas públicas podía tener consecuencias significativas, lo que daba sólidos fundamentos a los sistemas democrático-representativos y, en general, a la institucionalidad propia de la democracia liberal.

¿Qué sucedió en el último medio siglo? El empuje arrasador de la última revolución tecnológica desde, al menos, el quiebre de la década de 1970, sumado al despliegue de las corporaciones multinacionales pronto convertidas en gigantescas empresas transnacionales, el desdibujamiento de las fronteras, la constitución de un mercado único mundial o globalizado, fundamentalmente después del fin de la bipolaridad, el fuerte protagonismo de los organismos internacionales que habían nacido en Bretton Woods, ahora portadores de recetas neoliberales, y la ofensiva en favor de un Estado minimalista en el marco de dicha ideología, y en muchos países la pérdida del monopolio de la fuerza por parte del Estado dada la creciente gravitación del crimen organizado, etcétera, acotaron drásticamente los márgenes de maniobra de los gobiernos de los estados nacionales.

No obstante, las poblaciones mantuvieron sus demandas de acuerdo con el imaginario de la realidad anterior, porque los cambios culturales son mucho más lentos que otras transformaciones en la vida social, lo que condujo a frustraciones notorias. Hoy estamos asistiendo al final de dicho desencuentro. El rasero que sostiene que “todos los políticos son iguales”, e incluso las demandas que provienen de una parte de la izquierda más dura que cree que se puede alterar drásticamente la distribución de los ingresos sin aumentar significativamente la producción, la productividad y la competitividad en un mundo globalizado, tienen orígenes similares.

Gran parte de las poblaciones de los países del Norte global sienten que perdieron con la globalización. Y en el Sur empobrecido, muchísimos estados han sido cooptados por las mafias del narcotráfico o no atinan a encontrar un camino frente a la persistente crisis de gobernabilidad, desafección político-institucional y, en algunos casos, anarquía.

El debilitamiento de la mayor parte de los estados nacionales en el marco de la globalización neoliberal, a excepción de los países más poderosos del Norte y el Sur global, ha provocado y provocará una enorme frustración en miles de millones de personas con importantes expectativas de mejorar o, al menos, mantener buenos niveles alcanzados en el pasado, que se encuentran con gobiernos incapaces de responder mínimamente a sus demandas, porque no tienen poderes para hacerlo o porque no lo quieren debido a sus alineamientos de clase. La consecuencia se expresa como crisis de gobernabilidad, declive democrático, desafección institucional, estallidos de protesta y tendencias autoritarias de diversa naturaleza.

El estudio del desarrollo desigual en el mundo contemporáneo, que ha permitido anticipar la evolución hacia la multipolaridad y advertir distintas turbulencias, también posibilita relativizar el pesimismo que se ha extendido por Occidente. En cierta medida es explicable que, en una civilización que reinó durante varios siglos y que hoy se encuentra en un notorio declive, surjan toda clase de reacciones, como los movimientos de ultraderecha, y que, al mismo tiempo, comience a agudizarse el pesimismo. En efecto, este adquiere una diversidad de expresiones, desde el catastrofismo ecológico hasta las distopías tecnológicas o los horizontes bélicos de cariz terminal.

Los gobiernos de los estados nacionales acotaron drásticamente sus márgenes de maniobra, pero las poblaciones mantuvieron sus demandas de acuerdo con el imaginario de la realidad anterior.

Sin embargo, sería un craso error confundir el pesimismo de Occidente con el humor planetario, aunque también es cierto que el contraste entre Occidente y el ascenso de los BRICS deja fuera al Sur global no BRICS, en el que habitan miles de millones de personas y en el que las y los jóvenes son demográficamente dominantes. Estos jóvenes han nacido hacia fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI, son nativos digitales –por algunos denominados la generación Z– y se encuentran con que habitan un mundo que no les ofrece perspectiva alguna y que integran estados débiles o “fallidos”. Gran parte de los estallidos sociales que estamos presenciando, o que se han dado en el pasado reciente y que sobrevendrán, tienen este trasfondo.

De cualquier manera, los centenares de millones que han salido de la pobreza o ascendido a las clases medias en el marco de los BRICS seguramente tienen otra percepción de la realidad, la que, por cierto, contrasta claramente con el estado espiritual de los empresarios occidentales que visitan China y retornan desolados a sus países de origen.

¿Se puede modificar esta deriva en plazos breves? No lo creemos. Mucho depende de la evolución de la geopolítica mundial. Pero todo parece indicar un desarrollo turbulento en dirección hacia la multipolaridad. En ese marco parece difícil un acuerdo razonable y efectivo en torno a un sistema de gobernanza planetaria que permita enfrentar en tiempos breves los problemas mayores que desafían a la humanidad y que incluso ponen en jaque las bases fundamentales de su supervivencia: principalmente los ambientales y la pobreza que afecta críticamente al Sur global no emergente y con un crecimiento demográfico acelerado, básicamente en África.

Esta evolución dice mucho sobre la competencia entre los sistemas de acumulación capitalista, pero poco en favor de la crisis de institucionalidad democrática y las posibilidades de su reversión. Es cierto que en las últimas décadas el crecimiento impactante de una parte de Oriente, fundamentalmente de China, ha probado la superioridad del capitalismo del conocimiento, fundado en la planificación y la soberanía, sobre el sistema de acumulación que primó en los últimos dos siglos, dominado por las corporaciones transnacionales que maximizaron su beneficio y colocaron al Estado nacional a su servicio. Pero en los BRICS más importantes predominan los formatos o las prácticas, según el caso, iliberales.

Resulta bastante evidente que está plenamente justificada la lucha por un nuevo orden mundial y, al mismo tiempo, el esfuerzo por salvaguardar los principales logros históricos del pensamiento y la institucionalidad democrático-liberal le importa y mucho a toda una corriente histórica.

En realidad, sólo una vasta alianza de individuos y movimientos sociales a escala planetaria articulada con jefes de Estado, instituciones y medios de la más diversa naturaleza, alineados a objetivos comunes y por un programa mínimo, puede introducir un giro hacia un estadio de racionalidad y humanismo elementales en una situación de emergencia mundial que encare los problemas mayores y, al mismo tiempo, otorgue respiro a los valores más caros del mundo occidental.

Enrique Rubio fue senador del Frente Amplio y director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto.

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