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Libertad de expresión y vida democrática: cómo impactan las derechas en la libre circulación del discurso público

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En Argentina, el conflicto entre el poder político y la prensa volvió a encender una vieja alarma. El gobierno de Javier Milei solicitó en setiembre a la Justicia frenar la difusión de audios que involucran a funcionarios de alto rango y pidió el allanamiento de aquellos periodistas que hicieron público su contenido, junto a la exigencia de que revelaran sus fuentes. El Foro de Periodismo Argentino advirtió que se trataba de censura previa. El episodio no fue aislado: se inscribe en un proceso más largo en el que la palabra pública se volvió un territorio de riesgo. Para el poder político, los medios nuevamente son una amenaza.

Durante los dos últimos años, la hostilidad hacia periodistas, comunicadores y personajes públicos críticos se convirtió en parte del paisaje. No son ataques esporádicos: esto responde a una política informal de disciplinamiento. Las campañas digitales coordinadas –hechas de insultos, desinformación y trolls organizados– funcionan como una maquinaria de desgaste. No buscan convencer a nadie, buscan agotar hasta que las voces disidentes se silencien; en ese clima, hablar se vuelve una forma de resistencia.

Porque el miedo no opera sólo desde el Estado. Circula por los dispositivos, por los algoritmos, por los hilos de comentarios que multiplican la violencia como entretenimiento. ¿Cuándo una democracia empieza a traicionarse a sí misma? Tal vez cuando deja de proteger la palabra que la incomoda.

En Estados Unidos, el trumpismo dejó una huella que excede la figura de su líder. Allí la libertad de expresión se convirtió en un arma que atenta contra su propio significado. El presidente transformó la mentira en herramienta de gobierno: no busca ocultar, sino saturar. Cada tuit funciona como un ataque a la conversación democrática, desplazando el debate hacia un teatro de escándalos donde la verdad es irrelevante. Lo inquietante es que buena parte de la sociedad se acostumbró a esa distorsión. La desinformación ya no se percibe como un problema ético, sino como una forma de participación.

La llamada posverdad no es un fenómeno tecnológico: es un modo de gobernar. Un poder que no busca imponer una versión de los hechos, sino anular la posibilidad misma de distinguirlos.

En Hungría, Viktor Orbán perfeccionó un modelo similar al de Trump, un poco más burocrático, pero igual de eficaz. No necesitó prohibir la crítica: la compró. Con fondos públicos y empresas cercanas al gobierno, construyó un sistema mediático que aparenta pluralismo mientras repite un mismo relato. El control de la información se ejerce con sutileza, envuelto en legalidad. ¿Qué pasa cuando la democracia conserva sus instituciones, pero vacía sus lenguajes? El ciudadano sigue eligiendo, pero lo hace dentro de un repertorio cada vez más estrecho. El pensamiento crítico se vuelve disidencia y la disidencia, un gesto excéntrico.

La llamada posverdad no es un fenómeno tecnológico: es un modo de gobernar. Un poder que no busca imponer una versión de los hechos, sino anular la posibilidad misma de distinguirlos.

Italia, bajo el gobierno de Giorgia Meloni, ofrece otro matiz del mismo proceso. La primera ministra insiste en que la prensa crítica “atenta contra la nación” y en que los periodistas deberían “amar más a su país”. La apelación al patriotismo funciona como filtro: sólo se admite la crítica que no desentone con el relato oficial. El discurso de Meloni no busca acallar, busca domesticar. El resultado es una esfera pública donde el periodismo independiente debe justificarse constantemente por existir. ¿Qué clase de nación necesita protegerse de sus preguntas?

En este sentido, el Consejo de Europa advierte que la expansión de las extremas derechas en el continente está erosionando las condiciones simbólicas que sostienen la democracia. Ya no hace falta un sensor visible. Alcanzan la judicialización del periodismo, la manipulación de la información y la saturación algorítmica. La censura se viste de protocolo, el odio se vende como autenticidad y el ruido como pluralidad.

¿En qué momento la libertad de expresión se volvió un privilegio administrado por el mercado y el Estado? En esta nueva ecología del poder, el algoritmo selecciona qué merece ser escuchado y qué no. Las plataformas operan como filtros afectivos: amplifican la indignación, silencian la duda. El resultado es un espacio público hiperactivo y al mismo tiempo paralizado, donde se confunde participación con exposición y debate con linchamiento.

El informe más reciente de Article 19 muestra que más de la mitad del planeta vive bajo formas de restricción de la palabra. No hablamos de censura abierta, sino de un deterioro que avanza por goteo: leyes ambiguas, demandas, campañas de desprestigio, vigilancia digital.

¿Cómo se sostiene una vida democrática cuando la conversación se hace imposible? La conversación pública perdió su lugar ritual. Antes, el debate político tenía una materialidad: la plaza, la radio, la redacción, la asamblea. Hoy, el intercambio ocurre en pantallas que premian la reacción más que el pensamiento. La escucha se vuelve fragmentaria, ansiosa, defensiva. Y sin escucha no hay palabra que resista; lo que desaparece no es sólo la verdad, sino el deseo colectivo de buscarla.

La libertad de expresión no es un derecho que se ejerce en soledad. Es una práctica social que nos recuerda que el disenso puede ser un acto de cuidado. Defenderla hoy implica resistir tanto al censor como al algoritmo, al miedo y a la fatiga. Porque sin palabra libre no hay comunidad posible, y sin comunidad, lo que queda no es democracia: es un ruido administrado.

Agustina Kupsch es antropóloga, investigadora especializada en cambios culturales y fundadora de Panóptico Cultural.

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