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Claves para comprender la comunicación del poder: cómo componer un presidente

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En un ecosistema mediático saturado de estrategias, simulaciones y control comunicacional milimétrico, la figura de un presidente que titubea, admite desconocer un tema o se equivoca deliberadamente frente a cámaras no es un desvío anecdótico: es la expresión más reciente de una vieja tradición latinoamericana donde la autenticidad se construye performando la antiperformance. Su apuesta por la espontaneidad, que parece romper con los códigos profesionales de la política contemporánea, no inaugura una era nueva, sino que reactualiza un modo persistente de liderazgo que se legitima exhibiendo lo que otros ocultan. Más que transparencia, ofrece una narrativa de “verdad emocional” que sobrevive a pesar de la hiperprofesionalización de la comunicación política. Su estilo no contradice el orden mediático actual: lo parasita. Pero hay riesgos.

El 9 de diciembre, el presidente de la República, Yamandú Orsi, en un evento de ADM, realizó una interesante reflexión sobre su estilo comunicacional. Durante su intervención, Orsi admitió que, en su caso, muchas de las noticias más comentadas no han sido sobre decisiones políticas, sino sobre sus errores al hablar. Y adelantó que no piensa cambiar: seguirá cometiéndolos. Incluso bromeó con que el discurso del día sería “otro gran porrazo”, porque ese será su estilo en los próximos años. Si algo no queda claro, dijo, se aclarará después: es parte de su vocación docente. Lo políticamente correcto, confesó, lo tiene agotado; por eso prefiere hablar como es y decir lo que piensa todas las veces que haga falta. En esa línea, sostuvo que sus “tropiezos” serán cada vez más notorios. Le interesa generar debate y está convencido de que muchas discusiones sólo empiezan cuando alguien se anima a decir con franqueza lo que realmente cree.

Erving Goffman, sociólogo canadiense, estudió a las personas en la vida cotidiana, particularmente en sus interacciones. En su libro ya clásico The Presentation of Self in Everyday Life dice al final del capítulo 1: “El yo[...] no es una cosa orgánica que tenga una ubicación específica, cuyo destino fundamental sea nacer, madurar y morir; es un efecto dramático que surge difusamente de una escena que se presenta, y la cuestión característica[...] es si será acreditado o desacreditado”. Esta frase encapsula con precisión la idea de que el yo público no es una esencia fija, sino un efecto escénico: una figura que toma forma sólo en la mirada de quienes la observan. En política, más que en ningún otro ámbito, la identidad se sostiene en esa representación frágil donde cada gesto puede afirmar o desmentir al personaje que se intenta encarnar. Todo presidente es ante todo un actor que se expone a la mirada social para que lo legitime o lo hunda.

Este análisis busca entender la decisión comunicacional del presidente, no juzgarla. Interesa observar qué significa elegir la autenticidad como estrategia, cómo opera esa construcción del yo en escena y qué tipo de vínculo político se modela cuando el error, lejos de ocultarse, se vuelve parte del guion.

Acto 1: Breve genealogía

Hubo una época en que la voz presidencial circulaba por canales lentos y ceremoniales: un discurso ante el Parlamento, un mensaje por cadena nacional, una firma publicada en el diario oficial. La autoridad se medía en protocolos, no en reproducciones. Durante décadas, el presidente arquetípico se parecía más al de la serie The West Wing (1999): rodeado de asesores que negociaban con la prensa “seria”, defendiendo su agenda en conferencias de prensa sobrias y cuidando cada palabra como si fuera material de archivo. Ese era el gobierno institucional, donde la comunicación era un ritual destinado a públicos acotados. El mensaje tenía una ruta clara y una velocidad previsible.

Pero ese mundo se quebró con la aceleración mediática. La política entró en la lógica del breaking news y, más tarde, en la de las redes sociales. Allí aparece el presidente-mediático, figura ya visible en la década de 2000 y plenamente consolidada con Barack Obama y, de forma más cruda, con Donald Trump. La legitimidad depende de la capacidad de dominar la escena, emocionar a la audiencia y sostener un relato atractivo entre miles de voces que compiten entre sí. El cargo sigue siendo el mismo; el personaje cambia.

El salto más brusco es el que vivimos hoy. Presidentes como Volodímir Zelenski, Nayib Bukele o Javier Milei ya no solo comunican: producen contenido. Se mueven en un ecosistema fragmentado, atomizado y centrado en la inmediatez, donde cada plataforma exige un tono, un ritmo y un formato distinto. El presidente debe ser muchas cosas a la vez: institucional para sus aliados, combativo en redes, empático en un vivo de Instagram y capaz de generar un clip viral que capture el momento. La comunicación se ha convertido en una representación continua y multiformato, donde no existe un centro narrativo estable.

En este contexto, el éxito político ya no se evalúa únicamente por la calidad de las políticas, sino por la capacidad de construir y sostener una identidad pública creíble y adaptable. Como diría Goffman, el presidente no sólo tiene un rol: interpreta uno. Su “yo” político es una construcción dramática que debe ser acreditada minuto a minuto por audiencias heterogéneas.

Acto 2: El presidente-influencer

El poder dejó de ser sólo una práctica institucional para convertirse también en una performance mediática, y su eficacia está tan ligada al relato como a la gestión. Las plataformas digitales no son sólo nuevos canales: reconfiguran la forma misma en que se hace política. Permiten una comunicación directa entre presidente y ciudadanía, sin filtro de los medios tradicionales, y aceleran la producción de noticias y símbolos en un ciclo continuo.

La espontaneidad presidencial, lejos de ser un gesto inocente, funciona como un recurso narrativo que altera el pacto de verosimilitud entre líder y audiencia. Cuando un presidente duda, confiesa ignorancia o se equivoca en público, construye una figura que se inscribe en la tradición latinoamericana del “antihéroe lúcido”: aquel personaje que parece fallar para volverse más creíble, que se aparta del guion para reafirmar su voz. Su retórica del tropiezo introduce un tipo particular de realismo, uno que se escribe a sí mismo en tiempo presente, sin borradores, y seduce porque promete acceso a un sujeto “no editado”. Esa performatividad narrativa no elimina la puesta en escena; simplemente desplaza su centro hacia la intimidad y la vulnerabilidad, ofreciendo a la ciudadanía la ilusión de estar asistiendo a una verdad que emerge en bruto.

El desafío para cualquier liderazgo contemporáneo no es solo hablar con honestidad, sino gestionar esa honestidad como parte de una estrategia que produzca acreditación sostenida.

Desde la teoría política, este estilo no constituye una ruptura con la profesionalización comunicacional contemporánea, sino una mutación estratégica dentro de ella. En sistemas saturados de mensajes calibrados, la autenticidad se convierte en un capital político escaso que puede administrarse como cualquier otro recurso simbólico. La admisión pública de ignorancia o error actúa como una inversión de riesgo calculado: reduce costos de expectativa, reconfigura la asimetría entre dirigente y ciudadano y reconstituye la autoridad sobre bases afectivas más que programáticas. Así, el presidente encarna un tipo de liderazgo que sobrevive en América Latina porque articula demandas de proximidad en contextos de desconfianza institucional.

Culturalmente, la figura del presidente “desprolijo” opera como un dispositivo de resistencia simbólica frente a las estéticas globales del poder técnico, eficiente y sin fisuras. En sociedades donde la vida cotidiana está marcada por la incertidumbre y la precariedad, la espontaneidad presidencial funciona como una matriz de identificación: el líder se inscribe en el mismo registro emocional que sus gobernados. Esta estética de la imperfección dialoga con repertorios regionales de autenticidad, el culto al personaje “de verdad”, al que “dice lo que siente”, y mediante ellos logra una forma de hegemonía cultural que no depende del dominio mediático, sino de la resonancia afectiva.

Hay piezas de la cultura mediática que enseñan más que los manuales. Borgen es una serie danesa que retrata un tipo de liderazgo que se mueve entre la profesionalización absoluta del mensaje y los momentos de vulnerabilidad real o estratégica. La protagonista, Birgitte Nyborg, enfrenta constantemente la presión de mantener una imagen impecable mientras sabe que ciertos gestos de sinceridad, dudas, vacilaciones, contradicciones, generan más empatía que cualquier discurso calibrado. La serie muestra con precisión quirúrgica cómo el error puede ser capital político, y cómo los medios reinterpretan esos desvíos como fortalezas o debilidades según la atmósfera del momento. La autenticidad no destruye el orden mediático; lo reformula desde adentro.

Acto 3: Los riesgos

No obstante, nada es tan simple hoy. La idea de que la espontaneidad genera inmediata proximidad está en entredicho. En audiencias hiperexpuestas, habituadas a microescándalos y performances permanentes, la autenticidad deja de ser un plus y pasa a funcionar, en el mejor de los casos, como un mínimo esperable: evita que el político parezca impostor, pero no basta para seducir ni para construir una base estable de apoyo. Dicho de otro modo: la autenticidad desarma el cinismo, pero no garantiza encanto.

Peor aún: en contextos de audiencias fragmentadas, la espontaneidad puede leerse como incompetencia. Los titubeos, errores o admisiones de desconocimiento no siempre se traducen en humanidad; para muchos se tornan señales de desprolijidad o improvisación irresponsable, sobre todo donde persiste el imaginario de la tecnocracia como modelo aspiracional. La misma expresión puede obtener lecturas opuestas según la burbuja perceptiva desde la que se la mire.

En el discurso del presidente aparece una tensión visible. Esa fricción es un síntoma: la percepción del liderazgo en América Latina está cambiando, de una lógica fraterna, de cercanía y tutela, hacia una lógica más de “espectáculo”, pero la transición es contradictoria y no lineal. Conviven lealtades tradicionales con expectativas nuevas, y de esa convivencia emergen figuras híbridas que no encajan del todo en la tradición ni consolidan un nuevo tipo de liderazgo.

La cultura política caudillista pensaba al líder como un padre simbólico: cercano, protector, fuente de favores y, por encima de todo, centro de un lazo afectivo que legitimaba la autoridad. No se exigía primariamente competencia técnica; se pedía encarnar la comunidad. El intercambio era claro: protección por obediencia, cercanía por autoridad.

El ecosistema mediático actual erosiona esa gramática. La saturación y la exposición constante convierten al líder en un objeto más, analizado, diseccionado. La proximidad pasa a ser sospechosa, la autoridad suena a pose, la "generosidad" se interpreta como cálculo. En su lugar surge una expectativa distinta: un personaje público observado como contenido antes que como figura fundante.

Ese choque cultural produce una paradoja inquietante: la sociedad uruguaya sigue necesitando, en algún nivel, un rostro que signifique pertenencia; pero las audiencias contemporáneas ya no se relacionan con ese rostro como con un espejo identitario, sino como con un flujo de consumo. Lo miran, lo prueban, lo juzgan y le ponen pausa. Nace así una ciudadanía que aprueba sin adherir, reconoce sin confiar. Señal inequívoca de una “democracia fría”: donde la imagen puede sostenerse sin traducirse en lealtades duraderas y la gestión funciona sin afecto.

El desafío para cualquier liderazgo contemporáneo no es sólo hablar con honestidad, sino gestionar esa honestidad como parte de una estrategia que produzca acreditación sostenida: minimizar la desconfianza en unas burbujas sin perder credibilidad en otras. Esa es, quizá, la tarea más difícil en la política de hoy: sostener un yo público que resista la fragmentación y que, a la vez, no renuncie a la posibilidad de provocar conversación.

Mónica Stillo Mello es docente en Comunicación, Cultura y Medios.

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