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Donald Trump, la política del garrote y Uruguay

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Donald Trump reinstaló “la política del garrote”. Convencido de la necesidad de un nuevo orden de derecha, en el que el imperio imponga su autoridad para recomponer su estrategia global, sus objetivos son claros y evidentes. Terminó la era del “poder blando” norteamericano, para instalar un mundo donde la democracia sea marginal y prime la ley del más fuerte. El supuesto presidente antiglobalizador y nacionalista comienza su presidencia con un libreto consolidado, en el que “el imperio” definitivamente sustituye a “la república”, como había advertido Gore Vidal en tiempos de Bush Jr.

El garrote comienza a golpear a los eslabones más débiles y a los problemas más urgentes. La devolución de inmigrantes ilegales disparó la primera andanada y amenazando con una avalancha arancelaria. México y Canadá pudieron postergar un mes la medida, Colombia tuvo que agachar la cabeza y canjeó los aranceles por una llegada más digna de sus compatriotas. El espectáculo final fue Panamá. El show de propuestas iniciales sobre la ocupación de Groenlandia, la anexión de Canadá y la recuperación del canal panameño se cortó por el eslabón más débil. En su discurso de asunción, Trump dedicó un espacio a la cuestión. Por el momento y la circunstancia de sus dichos quería dejar en claro que lo consideraba importante. El show, como era de esperar, terminó con una imposición antichina al gobierno de José Raúl Mulino y beneficios sobre el uso de una ruta que sigue siendo vital para Washington. La política del garrote se impuso.

En otro orden, tendrá momentos pirotécnicos con Venezuela y Nicaragua, pero no será más allá de la retórica. Lo mismo sucede con Putin y Xi Jinping. Convencido de su rol mesiánico y de líder refundacional del dominio de una nueva clase de superricos, en la que se unen las viejas transnacionales con las finanzas globales y la revolución tecnológica, Trump no tiene una retrotopía para volver; ni siquiera pretende salvar al capitalismo, quiere transformarlo en un sistema mucho peor. Para ello, la democracia y el derecho internacional son molestias.

Luego del fallido golpe del 6 de enero de 2021 quedó claro que para la derecha gobernante la democracia es un medio, no es un fin ni una cuestión de principios. El derecho internacional no cuenta y sus retiros del Acuerdo de París y de la Organización Mundial del Comercio son señales muy claras. Quizá no se vaya de la ONU, pero seguramente enviará un embajador del nivel de Homero Simpson.

El proyecto es refundar el capitalismo, relanzar una nueva fase de acumulación y dominio jerárquico, tanto a nivel local como mundial. Habrá quien mande y quien obedezca, y para ello la “multialianza inconcebible”, esa sintonía que abarca desde las nuevas derechas radicales hasta las izquierdas ortodoxas y autoritarias, funcionará para profundizar sus privilegios, anulando la democracia y el Estado de derecho.

Lanzarse contra la democracia y, especialmente, contra los sistemas sociales y económicos de centroizquierda o que mantengan un “estado de bienestar” dentro de pautas democráticas será uno de los grandes objetivos. Y para eso cuenta con múltiples aliados, para todos los gustos.

La política del eslabón más débil para el garrotazo debe ser especialmente considerada. Avanzar contra Brasil, la decimoprimera economía del mundo y la primera de la región, sería complejo. Sin embargo, hay un pequeño país que puede ser una lección.

Volvamos atrás. En octubre de 2000, el embajador norteamericano en Uruguay Christopher Ashby intervino groseramente señalando que no se debía tener en cuenta el plebiscito en defensa de las empresas públicas de 1992, que había pasado el tiempo, que el mundo había cambiado y que Uruguay debía llegar a las privatizaciones, así como a la apertura internacional para las licitaciones. Finalmente declaró que la tasa de desocupación del país se debía a la existencia de los entes públicos. Las reacciones fueron inmediatas. El canciller Didier Opertti convocó al embajador al ministerio y, en un claro gesto, lo recibió el director de Asuntos Políticos de aquel entonces, Miguel Berthet. Luego de la muestra de desdén, Estados Unidos calló, pero eso no quiere decir que cambiara su repugnancia por una política de Estado que tiene el control monopólico de los principales servicios del país.

Esta señal de hace un cuarto de siglo fue clara. Estados Unidos es contrario a las empresas públicas uruguayas y valora esta política como contraria a sus intereses. Las presiones entonces eran muy mal vistas; la actual política del garrote seguirá otros rumbos cuando lo crea conveniente.

El proyecto de Trump es refundar el capitalismo, relanzar una nueva fase de acumulación y dominio jerárquico, tanto a nivel local como mundial.

Los antecedentes abundan, pero centrémonos en unos pocos. La nacionalización de los seguros en 1912 soportó la inmensa presión británica, que logró mantener en el área privada algunos rubros, por eso el Banco de Seguros del Estado no logró la exclusividad. Las amenazas al gobierno de Batlle y Ordóñez fueron variadas, y el Imperio británico logró evitar la estatización absoluta. Unos años más tarde, con la creación de Ancap y UTE, sería peor.

Aquel país optimista de 1928 nacionalizó los combustibles dos años después, junto con la producción de alcohol y de portland, y, además, monopolizó la generación de energía y las comunicaciones telefónicas. Asimismo, decidió comprar petróleo al proveedor más conveniente, en ese entonces la Unión Soviética, y no a las transnacionales a las que habíamos sido adjudicados cuando las “siete hermanas” se dividieron el mundo en los acuerdos de Achnacarry de 1928. O sea, con la creación de los entes energéticos Uruguay se puso en contra a las siete principales petroleras del mundo y a la ITT. La campaña internacional contra Ancap fue feroz y fue un factor clave del golpe de Estado de 1933, marcado por el “olor a petróleo”, como dijo José Pedro Cardoso en ese entonces. En 1934 Gabriel Terra pactó los acuerdos petroleros secretos por los que Ancap se obligaba a comprar crudo a las petroleras que gracias a los pactos de Achnacarry nos habían tocado en suerte, Esso, Shell y Texaco. Además, Uruguay debía financiarles la propaganda con el agregado de que pagábamos el barril a un precio que incluía el salario de los gerentes. Todo se supo cuando Enrique Erro y Vivian Trías lograron la desclasificación del contrato en 1963…

Es decir, Uruguay sufrió la intromisión en sus empresas estatales varias veces, lo anterior son sólo los ejemplos más escandalosos.

Como decíamos, el garrote golpeará en los eslabones más débiles y Uruguay es un muy mal ejemplo para el proyecto hegemónico de la nueva derecha global. Un país gobernado por la izquierda, con una fuerte presencia estatal en los beneficios sociales que abarcan desde la educación pasando por la salud y la seguridad social, es anatema para el proyecto norteamericano. Las empresas estatales, finalmente, son un escándalo para las derechas radicales, y si funcionan eficazmente, el escándalo se transforma en horror.

Así como en 2000 el embajador Ashby, con la autorización del Departamento de Estado, hizo saber públicamente su malestar por el estatismo criollo, hoy Trump tiene la posibilidad de dar una lección a Latinoamérica, haciendo caer su garrote contra ese país pequeño y débil, con una izquierda unida que es modelo para las de la región, con empresas públicas y servicios estatales de todo tipo que no sólo son buenos, sino que forman parte de la cultura y del imaginario del pueblo. Abrir los entes del Estado a la competencia del mercado no sólo golpearía la economía del Uruguay, sino, también, la cultura social de su gente. Y en el siglo XXI humillar la soberanía es, fundamentalmente, golpear a la democracia.

Para ello Trump tiene aliados cercanos. Si miramos al oeste, el gobierno y sus ideólogos pusieron proa a Montevideo la noche que el Frente Amplio ganó la segunda vuelta. Agustín Laje, con su habitual verborragia fanática, declaró una guerra “cultural” contra ese vecino incómodo que, además, tiene una centro derecha “traidora y tibia”. En el oriente tenemos un aliado, pero que debe frenar ese 49,10% que apoyó a un Bolsonaro que juró venganza y que, hace años, le aconsejó a Sartori que “sacara a la izquierda de allí”.

Como siempre, dependemos sólo de nosotros mismos. Para ello necesitamos sensatez, habilidad y sagacidad política para sobrevivir en el mundo que se nos vendrá encima. Recordemos, de nuevo, a Antonio Gramsci: “Instrúyanse, porque necesitamos toda nuestra inteligencia. Conmuévanse, porque necesitamos todo nuestro entusiasmo. Organícense, porque necesitamos de toda nuestra fuerza”.

Fernando López D’Alesandro es historiador.

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