Hoy está prohibido que los “medios de difusión escrita, radial o televisiva” publiquen “propaganda proselitista”, resultados de encuestas y “cualquier tipo de manifestaciones o exhortaciones dirigidas a influir en la decisión” de quienes podrán votar este domingo, cuando se realicen las elecciones departamentales y municipales. La “veda” es peor que inútil, pero también aprovechable para algunas reflexiones generales sobre los comicios que nos convocan.
Las elecciones departamentales no existieron siempre en Uruguay. En 1830, la Constitución dispuso que “en el pueblo cabeza de cada departamento” hubiera un “jefe político”, nombrado por el Poder Ejecutivo central como “agente” suyo y con competencia en “todo lo gubernativo”. El recorrido hacia la descentralización democrática no fue rápido ni lineal.
Hubo varios enfrentamientos armados por el reparto de aquellas jefaturas políticas entre los partidos Colorado y Nacional, sin que cambiara su designación por parte del presidente de la República. Recién en 1908 se crearon las intendencias departamentales, eliminadas diez años después mediante una reforma constitucional, restablecidas durante la dictadura de Gabriel Terra, suprimidas por otra reforma constitucional en 1952 y restituidas desde que se aprobó la de 1966 (aunque los intendentes fueron designados por la dictadura de 1973 a 1984).
La primera separación en el tiempo de la elección de autoridades nacionales y departamentales se produjo en el ciclo de 1999-2000. La experiencia es relativamente breve, y resulta discutible el efecto de la reforma en términos de descentralización política. Las convenciones departamentales partidarias se eligen en las internas, y esto incide para que los dirigentes queden alineados con líderes nacionales. Definen candidaturas al año siguiente, con las relaciones de fuerzas en escala nacional a la vista.
Ha quedado en evidencia que un porcentaje nada despreciable de ciudadanos expresa preferencias partidarias distintas en las elecciones nacionales y departamentales. Sin embargo, es obvio el gran peso en las segundas de los partidos, por una combinación variable de factores ideológicos, vínculos personales y prácticas clientelistas. De hecho, en muchos departamentos la alternancia en el gobierno ha sido menor que a nivel nacional desde 2000.
Además, persiste una notoria centralización dentro de cada departamento, con intendencias mucho más poderosas que las juntas (donde el lema triunfador tiene asegurada la mayoría y los ediles son formalmente honorarios). Esto es aún más acentuado en el tercer nivel de gobierno, con desequilibrios entre la intendencia y los municipios, y también entre cada alcalde y los demás concejales.
La experiencia en ese tercer nivel es muy breve, desde 2010, sumamente distinta en Montevideo y Canelones que en el resto del país, y con una amplia diversidad de situaciones, al amparo de la indefinición normativa. La democratización es un proyecto siempre inacabado, y enfrenta en estos tiempos grandes amenazas. Hay que seguir mejorándola.