Un video en blanco y negro, tomado desde un plano cenital en movimiento, muestra un grupo de unas 60 personas reunidas en círculo, en medio de una ruta de tierra. Un segundo después, la imagen se ilumina, una mancha blanca ocupa toda la pantalla y, de repente, no queda más nada. Es la explosión de un misil norteamericano sobre un grupo de personas reunidas en algún punto indeterminado de Yemen. El archivo que muestra sus últimos segundos de vida es posteado en la red X por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, bajo el mensaje: “Ups, no va a haber ningún ataque de estos hutíes”. Debajo, en los comentarios, fanáticos trumpistas celebran el asesinato con total impunidad.
Sorprende pensar que hubo un tiempo en que la muerte era un tabú para nuestras sociedades occidentales (o colonialmente occidentales), cuya sensibilidad cristiana encontraba en el sufrimiento ajeno algo deleznable. Las descripciones minuciosas de la desfiguración de un soldado en una novela de León Tolstói podían llegar a ruborizar a una sociedad entera, que no estaba acostumbrada a ser espectadora cercana de los efectos de la violencia. Existía allí cierto grado de hipocresía. El problema no estaba en la violencia per se (todos sabemos lo cruentas que fueron las guerras mundiales, o las guerras napoleónicas, o, por irnos al pasado, las cruzadas), sino en la cercanía, en la visión de los efectos de esa violencia.
La romantización de la guerra se fue agotando a medida que cualquier ciudadano de a pie pudo acceder, a través de los periódicos y las fotografías, a los efectos reales que la guerra tiene sobre los cuerpos descarnados de los soldados, los pueblos arrasados, las familias hambrientas y desplazadas. La guerra y sus efectos, con los periódicos, pasaron a estar presentes en las salas de estar de los hogares del mundo, acompañando el café antes de ir al trabajo, o esperando el turno en el consultorio del dentista, con la misma rutinaria normalidad que una publicidad de perfumes.
La sensibilidad, la repugnancia, la romantización y el tabú dieron paso lentamente al morbo, a la curiosidad y, en última instancia, al desinterés. La muerte y el sufrimiento ajeno aparecen con tanta normalidad en la vida diaria que se ha convertido en una quimera proponer conmocionarse (ni hablar de intentar hacer algo por cambiarlo) cada vez que se visualiza un bombardeo, el avance de una columna de tanques o un fusilamiento, en definitiva, un asesinato.
Plantea Susan Sontag, en su libro Ante el dolor de los demás, que la insensibilidad que muestra la sociedad ante las imágenes del sufrimiento y la guerra no tienen que ver necesariamente con una incapacidad de la imagen por conmocionar, sino con una incapacidad de los observadores de vincular esa conmoción a un relato de la realidad. Detrás de la imagen de un muerto en el genocidio de Gaza existe la historia de un ser humano con la capacidad de observar y sentir, con la misma condición humana que valida su sufrimiento. Se trata, en definitiva, de una falta de empatía con el muerto.
Se abandona paulatinamente la construcción de un otro humano, en pos de un enemigo amorfo, cuya destrucción asemeja la demolición de un edificio, que puede tener cierto contenido simbólico, pero no moral.
Subyace a esto no exclusivamente una falta de sensibilidad por las imágenes del sufrimiento ajeno, sino más bien una falta de interés por la materia moral sobre la que se construye la empatía. Se abandona paulatinamente la construcción de un otro humano en pos de un enemigo amorfo, cuya destrucción asemeja la demolición de un edificio, que puede tener cierto contenido simbólico, pero no moral.
Asesinar a los hutíes en Yemen y mostrarlo en redes sociales de manera jocosa no compone una acción repugnante porque no existe un relato según el cual los yemeníes sean seres humanos. Los miembros amputados, la sangre, el llanto de la familia no son parte de la historia que estamos contando con estas imágenes. La historia es “Estados Unidos sigue siendo un imperio capaz de destruirte donde sea que te escondas, con la velocidad de un parpadeo, y no nos importa nada más que dejarlo claro”. Dice Achille Mbembe en su libro Necropolítica: “La expresión última de la soberanía reside ampliamente en el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir”. Así, el control del relato respecto de la muerte constituye una parte esencial del funcionamiento de los estados. Se construye desde el poder una “percepción de la existencia del otro como un atentado a mi propia vida, como una amenaza mortal o un peligro absoluto cuya eliminación biofísica reforzaría mi potencial de vida y de seguridad”.
Con la guerra entre Rusia y Ucrania, que comenzó en 2014 pero se reavivó con fuerza a partir de febrero de 2022, hemos obtenido acceso a un punto de observación jamás experimentado antes. Hace algún tiempo, el mundo se sorprendía por la asiduidad con la que llegaban fotografías desde Vietnam, a razón de menos de una semana entre el hecho y el archivo fotográfico. Luego, con las guerras de finales del siglo XX, la periodicidad pasó a meras horas. Un bombardeo podía suceder en Sarajevo en la mañana y estar en los noticieros a media tarde, frente a los sillones de medio planeta Tierra. Hoy, la guerra se vive segundo a segundo, a través de X y Telegram. Hoy los drones dan imágenes cenitales de combates que luego podemos experimentar en primera persona, desde las cámaras GoPro que llevan los reclutados forzosos en sus cascos. Hoy la guerra es una experiencia más del entretenimiento de internet, y lucha en la misma web con los memes, las noticias, el chisme de las estrellas de Hollywood, los videoclips, el streaming y los retos de Tik Tok.
La banalización del sufrimiento ha llegado a puntos antes inimaginables. Sorprendía antes el descuartizamiento en directo que el Daesh hizo de los 21 mártires cristianos de Libia. Hoy no es extraño que un algoritmo decida mostrarnos junto con una publicidad de Temu el video casero de un vecino de Kramatorsk de un millar de misiles cayendo sobre un edificio residencial.
Si los muertos ya no nos conmueven, si el sufrimiento se convierte en una fuente más de dopamina, ¿qué nos queda? ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo, en la que el asesinato masivo se festeja como una final de fútbol? ¿Qué tanto hemos evolucionado desde los tiempos del Coliseo?
No se trata de apagar la pantalla o cambiar de canal, o de censurar la visión de la violencia, sino de construir un relato que vincule la imagen con la verdad moral que compartimos, la convicción de que los “otros” son seres humanos. Porque si no hay relato que otorgue dignidad a los muertos, no habrá tampoco relato posible que justifique nuestra propia vida.
Tal vez no se trate ya sólo de un dilema estético o político, sino de una derrota moral más grave y profunda: la incapacidad de volver a ver al otro como ser humano.
Santiago Pérez es estudiante de Relaciones Internacionales en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.