Después de pensar por qué el amor no sucede, llego a otra pregunta no menos inquietante: ¿qué pasa cuando el amor sí sucede, pero se apaga al convivir?
Una mujer me dice que ama a su pareja, pero no soporta cómo mastica. Otra confiesa que desde que viven juntos no tiene ganas de tener sexo con él ni con nadie. Un hombre me cuenta que dejó de tocarla sin saber por qué. Son personas distintas, en ciudades distintas, pero la frase se repite: “Todo comenzó a apagarse cuando nos fuimos a vivir juntos”.
El amor, cuando convive, tiene que sobrevivir al despertador, al pelo en la rejilla, a las discusiones por la comida, al cansancio que no siempre es sólo físico. En el consultorio –y en la vida– veo que lo que muchas veces se presenta como falta de deseo es en realidad otra cosa: una saturación de presencia. Ya no se extrañan. Ya no hay lugar para el misterio.
La casa, con su rutina de cosas por hacer, de deberes cruzados, de tiempos que no alcanzan, se vuelve escenario de todo: del cuidado, del fastidio, del afecto y del hartazgo. Vivir juntos –ese ideal romántico que tantas veces se nos vendió como meta– puede, sin embargo, ser un experimento de intensidad mal distribuida.
Pero ¿es la convivencia el verdadero problema? ¿O es la idea que tenemos de ella?
Vivimos en tiempos de aceleración, de hiperconexión y multitarea. Trabajamos más de lo que reconocemos, incluso dentro del hogar. Las casas ya no son un refugio: son, muchas veces, extensiones del trabajo, centros de logística, espacios donde se concentra la vida entera.
No se trata de renunciar al amor ni a la vida compartida. Se trata de desarmar esa idea rígida de convivencia como garantía de plenitud. Quizá necesitemos imaginarnos convivencias más habitables.
Para muchas mujeres, además, ese espacio sigue siendo el escenario donde se juega –y se exige– gran parte del cuidado emocional. Aunque compartan los gastos e incluso las tareas domésticas, muchas sienten que el clima de la relación depende de ellas. Que, si no hay diálogo, si no hay sexualidad, si algo no funciona, es su responsabilidad detectarlo, hablarlo, resolverlo. Se vuelven gestoras de los vínculos.
El deseo, en ese contexto, no desaparece: se aplasta bajo el peso de lo cotidiano. Se diluye entre cargas mentales, culpas silenciosas y expectativas desmedidas.
Queremos que la pareja sea sostén, familia, diversión. Queremos que lo sea todo. Pero nada humano resiste a ser todo.
No se trata de renunciar al amor ni a la vida compartida. Se trata de desarmar esa idea rígida de convivencia como garantía de plenitud. Quizá necesitemos imaginarnos convivencias más habitables: que no signifiquen compartirlo todo, todo el tiempo. Que den lugar al silencio, a los espacios individuales, al deseo de extrañar.
Quizás amar también sea saber armar distancias, no como frialdad, sino como oxígeno. En tiempos en los que el afuera agota, el adentro no puede ser sólo más de lo mismo. La pregunta es: ¿qué tipo de vida queremos construir juntos, sin perdernos de vista?
Sandra Borges Conde es licenciada en Psicología y magíster en Psicoterapia Psicoanalítica.