Opinión Ingresá
Opinión

Discursos que rompen ventanas: la teoría de las ventanas rotas y la política uruguaya

5 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

La reciente interpelación al ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca en el Senado, seguida, apenas unos días después, por la interpelación al ministro de Ambiente en Diputados y la retirada de blancos y colorados de la coordinación interpartidaria del Senado, antecedidos por varias muestras de una agresividad sostenida y manifiesta de parte de la oposición al gobierno entrante, parecen evidenciar la idea de que, en el edificio de la política, se han roto una o varias ventanas. Y lo decimos a propósito de la teoría de las ventanas rotas, que ha sido usada en sociología y en la teoría de urbanismo para ilustrar la degradación y el deterioro progresivo que se produce cuando algunas “señales” parecen indicar que allí hay algo a ser vandalizado. Que lo que se vandalice sea el clima político de relacionamiento entre gobierno y oposición, a apenas seis meses de iniciado el gobierno, debe llamarnos a todos a la reflexión. No es nada que deba ser festejado ni multiplicado hasta el hastío en las redes o en las noticias, y menos aún convertido en un torneo de fuerzas coreado por hinchadas.

La teoría de las ventanas rotas sostiene que, cuando una señal de desorden aparece y nadie hace nada por corregirla, el caos se multiplica. Parte de una imagen clara: una ventana rota en un edificio abandonado. Si queda así, es probable que pronto otras también sean destruidas, que el edificio sea vandalizado, ocupado e incluso incendiado.

La hipótesis fue formulada por James Q Wilson y George Kelling en 1982,1 aunque parte de un experimento clásico de Philip Zimbardo, realizado en 1969. El psicólogo dejó dos autos idénticos abandonados en la calle, pero en barrios con características socioeconómicas muy distintas. El auto abandonado en el barrio más pobre fue vandalizado de inmediato y, al poco tiempo, destruido, lo que llevó a los analistas a pensar que las tasas de delincuencia podrían atribuirse a la pobreza. Sin embargo, los investigadores rompieron un vidrio en el auto estacionado en el barrio más rico. Los resultados fueron los mismos: robos, destrozos y abandono total. Así, quedó en evidencia que no era una cuestión de pobreza, sino de un fenómeno ligado a la psicología social. Un vidrio roto, un auto abandonado, una casa descuidada... todos transmiten una idea de deterioro, desinterés y ausencia de reglas. Esa señal de desorden va erosionando las normas de convivencia: todo vale. Cada pequeño acto de transgresión da pie al siguiente, hasta que la espiral se descontrola.

Con cierto estupor y no poca perplejidad, una parte de la ciudadanía viene asistiendo a una escalada de atropellos y descalificaciones personales que se producen en ambas cámaras desde el inicio del gobierno del Frente Amplio. La gota que colmó el vaso se produjo en el Senado, y terminó en el insulto homofóbico propinado por el miembro interpelante que resultó en la condena en el Senado el pasado martes. No fue un hecho aislado y no es apenas una escena de “pasiones políticas desatadas”, como señaló algún legislador. Se trata de una estrategia de bloqueo sistemático a las iniciativas del gobierno, que comenzó con el intento de dejarlo sin mayorías para aprobar una rendición de cuentas –algo que no sucedía desde el primer gobierno de la transición democrática– y que parece no tener otra finalidad más que el acorralamiento, la extenuación, y el fin de la gobernabilidad del sistema. Es la primera vez que un gobierno no tiene mayorías parlamentarias, y la sólida democracia uruguaya no parece dar señales de sostenibilidad en ausencia de estas. Pero un gesto vale más que mil palabras: cuando las descalificaciones e insultos se suman a la estrategia de ingobernabilidad que buena parte de la oposición propone con respecto al gobierno de izquierdas, se vuelve tentador pensar en términos de la teoría de las ventanas rotas.

Los discursos de odio lanzados desde el Parlamento, la propagación de noticias falsas por parte de legisladores nacionales, los apodos humillantes entre políticos y políticas buscan configurar un escenario de deterioro político que hace posible el “todo vale”. Si estas señales no se advierten ni se corrigen –ya sea mediante sanciones legales o condenas políticas y sociales–, el mensaje que recibe la ciudadanía es el mismo que el del experimento de Zimbardo: todo está permitido.

En este proceso, los medios de comunicación juegan un rol central. Ellos seleccionan, jerarquizan y estructuran los hechos que consideran noticiables, interviniendo activamente en la definición de la agenda pública (Graber, 2001).2 Cuando los titulares y las coberturas se concentran en los agravios, los insultos y los discursos divisorios, y no en las discusiones estructurales y profundas, también contribuyen a romper las ventanas del debate público. El mayor rating o el aumento de interacciones en redes pueden terminar costando mucho más caro de lo que parece. Así, se normaliza la agresión, la violencia política crece y, aunque –a veces– haya pedidos de disculpas, el daño ya está hecho y el ciclo de confrontación continúa.

Los discursos de odio lanzados desde el Parlamento, la propagación de noticias falsas por parte de legisladores nacionales, los apodos humillantes entre políticos y políticas buscan configurar un escenario de deterioro político que hace posible el “todo vale”.

Basta con observar la Argentina actual para reconocer cómo las ventanas rotas han dado paso a un tono permanentemente hostil en el debate público. El intercambio político ya no se organiza en torno a argumentos o proyectos, sino que se basa en la descalificación y el agravio. La negociación entre gobierno y oposición parece imposible, y la polarización transversaliza todos los ámbitos: judicial, mediático, social y cultural. Ese clima de hostilidad no se limita al plano discursivo: legitima y habilita formas de violencia más concretas.

Los insultos desde la presidencia y los gritos discriminatorios en el Parlamento tienen consecuencias. Un informe del Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBT+, elaborado por la Federación Argentina LGBT+, reveló que los ataques físicos contra este colectivo aumentaron 70%. El triple lesbicidio en Barracas es tan sólo un ejemplo de este fenómeno.

Cuando los discursos de odio son perpetrados desde los propios representantes nacionales –sea en forma presencial o mediática–, se legitima una forma de violencia descalificatoria que toma de rehén a buena parte de la sociedad: a menudo son las mujeres –como lo demuestran los estudios de violencia política digital–, pero también los discursos contra los “zurdos” –el viejo anticomunismo que nos dejó la Guerra Fría–, y el odio a la izquierda es tan profundo como el odio al feminismo. Hay clasismo, aporofobia y homofobia. Ahora, esta última llegó al propio Senado de la República. Es esa la razón por la que hay que erigir barreras ético-políticas que lo impidan, que lo expongan, que denuncien en la esfera pública los impulsos para romper ventanas a pedradas en la política.

Puede haber una parte del sistema político y sus acólitos que considere que “cuanto peor mejor”, que deslegitimar a un gobierno permanentemente es ganancia para sí mismos, y que la política vandalizada será territorio fértil para crecer electoralmente. No es la mayoría, sin duda. Pero el razonamiento de la parte que empuja hacia la ingobernabilidad del sistema, hacia la intransigencia y el choque permanente, hacia la notoriedad a cualquier costo en pantallas grandes y pequeñas, es cualquier cosa menos inteligente. La propia existencia de “partidos de oposición” supone que haya democracia, partidos y gente que los vote. Nada de eso será posible en un mundo de ventanas rotas. La apatía política, la violencia legitimada y la “incorrección política” sólo parirán un tiempo de monstruos.

Constanza Moreira es politóloga y senadora del Frente Amplio. Agustín Daguerre es politólogo.


  1. Wilson, JQ y Kelling, GL. (1982). Broken Windows

  2. Graber, DA. (2001). Processing Politics: Learning from Television in the Internet Age. University of Chicago Press. 

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesan las opiniones?
None
Suscribite
¿Te interesan las opiniones?
Recibí la newsletter de Opinión en tu email todos los sábados.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura