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Ilustración: Ramiro Alonso

Hambre en tierra de abundancia: una injusticia que persiste

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En Uruguay, un país que históricamente se reconoce por su capacidad de producir alimentos de calidad, convive un fenómeno que interpela de forma profunda: el hambre. Resulta imposible ignorar esta paradoja. Mientras se exportan toneladas de carne, lácteos y granos que llegan a mercados lejanos, aquí mismo hay hogares donde falta un plato de comida en la mesa o donde la alimentación diaria se sostiene a partir de estrategias precarias.

Nombrar el hambre

Nombrar el hambre incomoda. Los informes oficiales hablan de “inseguridad alimentaria grave”, término técnico que diluye la tragedia cotidiana. El hambre no aparece como una fatalidad natural, sino como la expresión de desigualdades sociales persistentes. Los diagnósticos nacionales y locales lo confirman una y otra vez: distintos estudios realizados en los últimos años, tanto por organismos públicos como por la academia, muestran que los problemas de acceso a los alimentos afectan de manera más marcada a los hogares con niñas, niños y adolescentes, y a los sectores de menores ingresos.

Las encuestas nacionales de inseguridad alimentaria basadas en la metodología FIES, por ejemplo, registran niveles significativos de inseguridad alimentaria moderada y grave. En el nivel moderado, los hogares debieron reducir la calidad o cantidad de los alimentos consumidos, incluso salteando comidas o comiendo menos de lo necesario. En el nivel grave, algún integrante del hogar llegó a pasar un día entero sin comer en el último año. Estos datos revelan la dificultad cotidiana de miles de personas en nuestro país para alcanzar su derecho a la alimentación.

Entre los diagnósticos y la acción

Frente a este panorama, es importante cuestionar los discursos que reducen el hambre a una cuestión de elecciones individuales. El problema central está en las condiciones materiales y sociales que impiden acceder a los alimentos adecuados. Esas condiciones se vinculan a ingresos insuficientes, precariedad laboral, altos precios de los alimentos básicos y desigualdades territoriales que marcan la vida cotidiana.

El país cuenta con diagnósticos y datos que no dejan margen para la duda: sabemos qué poblaciones son las más afectadas, qué territorios concentran mayores vulneraciones y qué estrategias comunitarias emergen como respuesta frente a la crisis. Sin embargo, la brecha entre el conocimiento y la acción persiste. Muchas veces, la elaboración de diagnósticos no se traduce en políticas públicas sostenidas en el tiempo ni en la construcción de soluciones de fondo.

Casavalle como espejo

La paradoja se profundiza al observar la alimentación en los barrios más vulnerables. Un análisis de situación de salud en un asentamiento irregular de la Cuenca Casavalle, realizado por la Unidad Académica de Nutrición Poblacional de la Escuela de Nutrición de la Universidad de la República, entre marzo y mayo de 2025, reveló que más de la mitad de los hogares encuestados enfrentaron inseguridad alimentaria moderada o grave, y que uno de cada diez sufrió privaciones extremas (hambre). En estos casos, la alimentación deja de ser un derecho para convertirse en un síntoma clínico a atender con intervenciones parciales.

Los informes oficiales hablan de “inseguridad alimentaria grave”, término técnico que diluye la tragedia cotidiana. El hambre no aparece como una fatalidad natural, sino como la expresión de desigualdades sociales persistentes.

La voz de los territorios reclama otra cosa. La Comisión de Salud y Alimentación de la Mesa Intersocial Casavalle-Marconi, que integra el Plan Cuenca Casavalle, plantea alternativas estructurales pensadas desde y con el territorio: fortalecer cocinas comunitarias, aumentar la incorporación de productos provenientes de la agricultura familiar, articular políticas que garanticen acceso digno y estable a alimentos saludables, entre otras. El ejemplo de Casavalle evidencia que, a pesar de la constante vulneración de derechos, hay vecinas, vecinos y equipos técnicos con capacidad para hacer propuestas que permitan avanzar hacia territorios más justos y habitables.

El hambre atraviesa biografías

El hambre es una herida silenciosa que atraviesa los cuerpos y las biografías. En la infancia, sus consecuencias son particularmente graves: compromete el crecimiento, la salud y el desarrollo, pero también afecta la posibilidad de aprender, jugar y proyectar futuro. En la adultez, se traduce en desgaste físico y emocional, en angustias cotidianas que acompañan cada decisión sobre qué comer y qué dejar de lado.

Hablar de hambre en Uruguay no es exagerar ni dramatizar: es reconocer una realidad que está documentada y que, como sociedad, no deberíamos tolerar. No se trata de culpabilizar, sino de asumir que el hambre persiste en un país con recursos suficientes para erradicarlo. Por eso, además de respuestas de emergencia que se activan en los momentos de mayor crisis, necesitamos políticas integrales y sostenidas. Políticas que fortalezcan los ingresos de los hogares, que protejan a la infancia y que reconozcan el rol clave de las comunidades en la construcción de alternativas.

Las ollas y merenderos comunitarios han demostrado, una vez más, que son mucho más que un recurso transitorio. Constituyen redes de cuidado, organización y solidaridad que han evitado que el hambre se expanda aún más. Sin embargo, no puede recaer únicamente sobre la comunidad la responsabilidad de garantizar lo que es un derecho humano básico.

El desafío ético del país

Hoy Uruguay se enfrenta a una disyuntiva ética y política. O naturalizamos la coexistencia entre la abundancia productiva y la carencia alimentaria, o apostamos a transformar esta realidad desde la convicción de que nadie debería pasar hambre en un país capaz de alimentar a varios millones de personas más de los que habitan su territorio.

El hambre no es un destino inevitable: es la consecuencia de decisiones políticas, económicas y sociales. Por eso, puede y debe ser erradicado. Reconocerlo con honestidad, asumirlo como un problema de justicia social y poner en marcha acciones concretas es el paso necesario para que en Uruguay el hambre deje de ser, de una vez por todas, una injusticia que persiste.

Cecilia Piñeyro es licenciada en Nutrición por la Universidad de la República.

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