Que el sistema penitenciario uruguayo atraviesa una crisis estructural no es novedad para nadie. Juan Miguel Petit, en su despedida como comisionado parlamentario, lo llamó “Estado inconstitucional”. Mantenemos un sistema que vulnera derechos, reproduce exclusión, no rehabilita y es, en sí mismo, factor criminógeno.
Nuestra vergonzosa tasa de prisionización es de 470 cada 100.000 habitantes, lo que nos ubica entre los primeros diez países del mundo y el peor en América del Sur. Si nada hacemos, tendremos más de 20.000 personas encarceladas en 2029.
Por cada persona en prisión sería razonable tener dos personas con medidas alternativas a la prisión, pero en Uruguay exhibimos números diametralmente opuestos, con dos personas presas (16.500) por cada persona con medidas alternativas (8.900). En esta materia vivimos en “el mundo del revés”.
Las propuestas están sobre la mesa: redención de pena, suspensión condicional del proceso, revisión del Código Penal y de la política criminal con urgente fortalecimiento de las medidas alternativas a la prisión.
Petit ha insistido en que estas medidas –como la libertad asistida, el arresto domiciliario, el trabajo comunitario o el seguimiento con dispositivos electrónicos– son claves para reducir la reincidencia y evitar el encarcelamiento innecesario. Para que funcionen, se necesita una Dirección Nacional de Medidas Alternativas capaz de supervisarlas generando credibilidad, con recursos humanos y técnicos suficientes.
El mecanismo de redención de pena –que permite descontar días de privación de libertad por días de trabajo y/o estudio– fue modificado por el artículo 86 de la ley de urgente consideración (LUC), que restringió su aplicación a delitos no violentos y equiparó algunos delitos de narcotráfico con delitos muy graves con alta prevalencia, debilitando los incentivos para que las personas estudien y trabajen en contexto de encierro e impactando, por tanto, en los indicadores de hacinamiento y rehabilitación.
Para Petit, sin embargo, todos los delitos, incluso los más graves, deberían poder redimir pena con cierta graduación. Lo ilustró con el testimonio de personas condenadas por homicidio muy especialmente agravado, quienes le explicaron cómo este mecanismo, mientras existió, les permitió sostenerse, evitar la tentación al liderazgo delictivo dentro del penal y proyectar una salida distinta. “Si yo no hubiera podido redimir pena, hubiera seguido en la que ya estaba”, le dijo uno de ellos. Su supresión sólo agravó los problemas; redujo incentivos para la participación en programas educativos y laborales, y aumentó el tiempo efectivo de reclusión –con el consiguiente impacto en el hacinamiento y la violencia intracarcelaria–, sin que haya una sola evidencia de que tal endurecimiento haya generado reducción de delitos ni mayor rehabilitación en las personas.
A esto se suma otro efecto de la LUC: el endurecimiento de las condiciones para acceder a medidas alternativas en casos de microtráfico. Las mujeres han sido particularmente afectadas. La prisión preventiva obligatoria, la reducción de márgenes de discrecionalidad judicial y la menor posibilidad de otorgar sustitutivos han incrementado a extremos nunca alcanzados la prisionización femenina en contextos de pobreza y vulnerabilidad. Mientras el crecimiento anual en población carcelaria masculina es de 6%, en mujeres trepa a 18%. Se trata de un castigo que golpea sobre todo a madres y cuidadoras, la mayoría de las veces obligadas a delinquir en la base territorial del narcomenudeo.
En Uruguay no existe la pena de muerte ni la prisión perpetua. Toda persona privada de libertad, incluso aquella condenada por los delitos más graves, eventualmente volverá a convivir en sociedad. Eso obliga al Estado a asumir su responsabilidad en su rehabilitación y reinserción social.
La suspensión condicional del proceso, por su parte, fue eliminada años antes, tras el llamado “caso de las tortas fritas”, en el que un acuerdo restaurativo fue ridiculizado públicamente y, al influjo del “siempre listo” populismo punitivo, fue suprimida. Aunque el mecanismo permitía detener el proceso penal por delitos leves si la persona reparaba el daño y cumplía condiciones acordadas –como evitar nuevos delitos, someterse a tratamiento o realizar tareas comunitarias–, su eliminación privó al sistema de una herramienta clave para abordar delitos leves con criterios razonables y restaurativos.
La superpoblación carcelaria y la arquitectura penitenciaria que bloquea cualquier intento de rehabilitación revelan la falla estructural en la que estamos. “Dormimos arriba de una bomba atómica”, dijo Petit.
Debemos repensar nuestro sistema penal desde la evidencia, la ética y la inteligencia institucional. No para hacerlo indulgente, sino para que sea eficaz. No para negar el daño, sino para encontrar herramientas que lo reparen.
Según el semanario Brecha, el módulo 11 llegó a alojar 850 personas en un espacio diseñado para 498. En un año y medio hubo tres incendios con víctimas fatales. El módulo 10, con igual capacidad, aloja hoy a 741 personas.
Nuestro Poder Judicial está llamado a involucrarse en este grave problema de todos. Una madre me dijo: “Habría que traer a los jueces a recorrer los módulos 10 y 11, deberían saber a dónde los están mandando”.
Ana Juanche, directora del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), reconoció que los módulos 10 y 11 fueron diseñados como “dormitorios” para personas con actividades diarias fuera de la celda. “En la práctica eso nunca sucedió”, afirmó. Y advirtió: “Intentamos hacer una reclasificación, pero nos condicionan los alojamientos que tenemos disponibles”.
Joseph Arvidson, especialista estadounidense entrevistado por Brecha y a quien tuve la oportunidad de escuchar el 14 de agosto, fue claro: “Juzgamos a las personas por lo que hicieron en el peor día de sus vidas”. Su propuesta se centra en los patrones de pensamiento, en la motivación detrás de la conducta y en el riesgo real de reincidencia. “Si cualquiera de nosotros pasara cinco años dentro del Comcar, ¿saldríamos de allí siendo más o menos riesgosos para la sociedad?”, nos interpela.
No avanzaremos con buenas intenciones, ni con romanticismo de recetas mágicas, ni con policiamiento del INR. Ya fracasamos todos los partidos. Es hora de que las ciencias y los expertos orienten la reforma con base en la evidencia.
El presupuesto previsto para 2026 y 2027 contempla partidas incrementales de 50 y 45 millones de pesos, respectivamente, destinadas al diseño y la implementación de programas de tratamiento para la reinserción social y la disminución de la reincidencia. También se prevé la incorporación de 500 agentes policiales, 500 operadores civiles y 2.000 nuevos ingresos para atender las unidades penitenciarias que se sumarán al sistema. En la actualidad, las cárceles cuentan con unos 4.000 trabajadores –1.400 operadores civiles y 2.600 policías–, de los cuales cerca de 900 se encuentran con certificación médica. Además, se incorporarán 38 técnicos al INR. El presupuesto también contempla las casi 9.000 medidas alternativas que gestiona la Dirección Nacional de Medidas Alternativas y la construcción de dos nuevos establecimientos de reclusión. En un Estado con restricciones presupuestales y muchos problemas por resolver, es imperativo reformar la política criminal y penitenciaria, porque cada peso bien invertido en rehabilitación liberará recursos para pobreza infantil, salud mental, adolescencia, situación de calle, educación y seguridad.
La cárcel debe ser la última respuesta; no la primera
Las historias de vida que vamos conociendo nos interpelan desde lo humano, nos muestran el impacto del encierro en las personas con sus vínculos. Nos hacen reconocer la fragilidad institucional, la soledad, el abandono y la urgencia de construir redes que reparen en lugar de castigar. Nos recuerdan, además, que nadie está libre de equivocarse ni de que a un ser querido le toque transitar la experiencia y poder ser alcanzado directa o indirectamente por un sistema que trata a la gente de forma tan cruel, inhumana y degradante.
La figura de José Díaz adquiere plena vigencia y lo reivindica. Como ministro del Interior entre 2005 y 2007, fue el impulsor de la Ley de Humanización y Modernización del Sistema Carcelario, que abrió un nuevo camino en la política penitenciaria uruguaya. Su convicción era clara: “Una cárcel deshumanizada no rehabilita, sólo multiplica la violencia”. En 2007 había 7.000 personas encarceladas; hoy tenemos casi 17.000.
Aquella reforma, aunque también limitada por recursos escasos, marcó un quiebre en la forma de concebir el encierro: incorporó medidas alternativas, amplió la redención de pena y planteó la necesidad de transformar la cárcel en un espacio de rehabilitación y no sólo de castigo. Recordar hoy a José no es un gesto nostálgico, sino un llamado a retomar esa agenda inconclusa.
Nada bueno puede salir de un sistema que encierra sin diagnosticar, que castiga sin comprender y que lastima sin transformar. Debemos repensar nuestro sistema penal desde la evidencia, la ética y la inteligencia institucional. No para hacerlo indulgente, sino para que sea eficaz. No para negar el daño, sino para encontrar herramientas que lo reparen. No para mirar hacia otro lado, sino para mirar de frente lo que la cárcel nos dice sobre quiénes somos y qué tipo de sociedad queremos construir. Como bien dice Arvidson: “No existe el ellos, sólo existe el nosotros”.
Pablo Inthamoussu es diputado del Frente Amplio.