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Mano a mano

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Hace medio siglo, en su ensayo El país de la cola de paja, Mario Benedetti desmenuzó ideas y prácticas que veía como síntomas de “crisis moral” en la sociedad uruguaya, y dedicó una de las partes más recordadas de esa obra a sostener que, a causa de esa crisis, éramos la única oficina pública del mundo que había alcanzado la categoría de república. En esta edición de la diaria, que juega con varios sentidos posibles del Día Mundial de Lavado de Manos, y mientras la cuestión de la reforma del Estado se manifiesta como uno de los problemas cruciales en este período de gobierno, cedemos a la tentación de vincular la “cola de paja” denostada por el escritor en 1960 con la proverbial actitud de Poncio Pilatos, quien, por supuesto, era empleado público.

Benedetti exageraba un poco (al igual que otros intelectuales de su generación, invirtió aquello de que “como el Uruguay no hay” para sostener que nuestro país se destacaba por defectos únicos en el mundo), pero bastante razón tenía. Se refirió a un entramado de corrupción menuda envuelta en hipocresía; a la cobardía de no adoptar una actitud crítica y de refugiarse en formas mediocres de la seguridad; a la falta culposa de responsabilidad y de compromiso (palabra clave para la izquierda nacional de su época) en una ciudadanía degradada por la tolerancia y el encubrimiento de ventajitas y acomodos, que se conformaba con pequeñas tajadas de esa torta sosa. A una sociedad que se lavaba las manos.

Todo eso tenía y aún tiene mucho que ver con los vicios de la función pública, con el modo en que se extendían y se extienden para teñir nuestra convivencia en otros ámbitos. Por eso la reforma del Estado y el estado de esa reforma (en curso y pendiente desde hace tanto tiempo) son una prueba de fuego, no sólo para el gobierno sino también para el conjunto de la sociedad, para esa gran oficina que critica con cola de paja a sus empleados públicos, porque sabe que no puede cambiarlos realmente sin cambiar ella misma, profundamente y por entero. Anteayer, mientras la Cámara de Representantes discutía artículos del proyecto de Presupuesto relacionados con la función pública, se habló mucho pero en realidad poco -una vez más- sobre la reforma del Estado. Muchos políticos prefieren discutir aspectos parciales que les puedan ganar simpatías (lo que no deja de ser una reedición del clientelismo tan asociado con esta problemática), en vez de abordar a fondo el debate de grandes líneas orientadoras. Eso perpetúa la ficción de que en las grandes líneas estamos todos de acuerdo. Cola de paja. Lavado de manos.

El último paro general convocado por el PIT-CNT también implicó una gran alusión a los problemas de esa reforma. Entre otras cosas, porque desde su largo proceso de debate dentro de la central sindical apareció en gran parte como una medida impulsada por sindicatos de empleados públicos, y también porque sectores de esos sindicatos entraron -llevando al PIT-CNT con ellos- en el corral de ramas de colocar como símbolo condensador de ese paro la controversia sobre la realización de la Gala de Ballet del SODRE, que derivó, como grotesca caricatura, en una pulseada entre Julio Bocca y Joselo López, resuelta ante la opinión pública con clara ventaja para el primero. El episodio tuvo algunos aditivos muy sabrosos: por ejemplo, el sindicato sostuvo durante días que, en ausencia de los técnicos habituales, no iba a ser posible que hubiera música sin contratación de rompehuelgas, pero resultó que el propio Bocca se hizo cargo de la tarea sin más recursos que una computadora portable. Escribía Benedetti hace 50 años: “Hoy en día, el empleado que se estime sabe que hay una forma de hacerse notar, y es convencer a sus superiores de que su función es compleja, engorrosa, difícil. En ese sentido, hay verdaderos maestros de la complicación y el aderezo, hábiles conversadores que convierten una simple gestión en algo casi heroico”.

Pero, como se dijo antes, Benedetti exageraba, y conviene no exagerar medio siglo después. Los empleados públicos no son “una manga de ladrones, del primero al último”, ni un poderoso gobierno en las sombras. Tampoco vale echarle todas las culpas a la burocracia, con evidente lavado de manos, como si ella fuera la gran responsable de que el país no avance raudamente hacia la liberación nacional y el socialismo.

Vaya uno a saber si en 1960 era acertado afirmar: “El sistema administrativo está cada vez menos en condiciones de conocer la realidad, comunicar, movilizar sus recursos, adaptarse e innovar”. Hoy eso no es verdad. El país ha cambiado y puede cambiar más. Le hace falta -y en eso sí conserva muchísima razón Benedetti- algo tan simple como difícil: sincerarse.

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