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El caso Dalmao

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El procesamiento del general Miguel Dalmao ha causado malestar en los altos mandos del Ejército, y es muy importante comprender con precisión por qué.

Una de las versiones circulantes es que el problema surge porque este militar procesado, a diferencia de otros que llegaron antes a la misma situación por crímenes similares, está en actividad. En cierto sentido, eso sólo se debe a que tenía 23 años en 1974, cuando Nibia Sabalsagaray fue asesinada, y por lo tanto no ha llegado aún a la edad de retiro, de modo que la intervención del Poder Judicial, 36 años después de aquel delito, no lo encontró jubilado. Desde este punto de vista, el hecho es meramente circunstancial. Habría ocurrido antes si la aprobación de la Ley de Caducidad y la forma en que decidieron aplicarla sucesivos presidentes de la República, hasta que Tabaré Vázquez innovó radicalmente en la materia, no hubieran postergado tanto la acción de la Justicia.

Sin embargo, hay otro sentido posible de la preocupación porque un general en actividad sea procesado. Hasta ahora habían corrido esa suerte varias personas que desempeñaron papeles destacados en la práctica del terrorismo de Estado, fuera por su alta posición en la cadena de mando o porque integraban un “grupo de tareas” dedicado en forma intensiva a la ejecución de crímenes. Que le haya tocado a alguien que en aquellos tiempos no estaba en ninguna de las dos situaciones, y que además siguió haciendo carrera hasta llegar al mando de la importante Región de Ejército IV, quizá sea visto como un precedente de lo que podría ocurrir si se consideran nulos los efectos de la Ley de Caducidad. En otras palabras, significa que no sólo está en juego la suerte de los criminales más notorios, sino que podrían ser alcanzados por la Justicia muchísimos otros responsables de acciones u omisiones que ya creían enterradas en el olvido o, en todo caso, protegidas por la impunidad genérica que la mayoría del Parlamento concedió en diciembre de 1986.

Hay que tener en cuenta, además, que la investigación de la muerte de Sabalsagaray se produjo porque su caso fue el primero en que la Suprema Corte de Justicia se pronunció contra la aplicación de la caducidad, por considerarla inconstitucional (luego de sendas declaraciones en el mismo sentido de los poderes Ejecutivo y Legislativo). La Corte ya ha expresado la misma posición en relación con otras causas, y eso implica nuevos riesgos para los culpables que se sentían seguros. No deben temerle sólo al cuentagotas de los pronunciamientos caso por caso desde la presidencia de la República, ni pueden sentirse aliviados por las dificultades del Frente Amplio para aprobar su propio proyecto interpretativo de la Ley de Caducidad. Por diferentes vías, las probabilidades de que terminen presos van en aumento.

Otra explicación mencionada es que los disgustos militares por el procesamiento se deben a la convicción de que Dalmao, un “camarada y amigo”, es inocente pero ha sido víctima de una decisión judicial injusta. Habría que profundizar un poco más en los motivos de tal convicción. Admitamos pacíficamente que hasta ahora el general es simplemente un procesado con prisión, o sea que no ha sido declarado culpable ni recibido condena. Hasta ahí, y pese a que las declaraciones de Dalmao ante el juez Rolando Vomero fueron muy inconsistentes, sus “camaradas y amigos”, y aun quienes no son una cosa ni la otra, tienen todo el derecho del mundo a creerlo inocente. Pero quien piense que aquí no hubo errores del juez, sino la voluntad de avanzar hacia objetivos revanchistas o subversivos, pasa por alto un hecho fundamental.

Si el general no fuera responsable del homicidio cometido en 1974, la principal responsabilidad de que esté preso no sería de Vomero ni de la fiscal Mirtha Guianze, sino de quienes saben toda la verdad o parte de ella pero la ocultan desde hace 36 años. Entre ellos, quizás, el propio Dalmao. Sin ese pacto de silencio, en este caso y en todos los demás, seguramente la Justicia podría actuar mejor, y entre los beneficiados estarían todos aquellos que realmente sean inocentes. Comprender esto marca la diferencia de los “camaradas y amigos” con los cómplices.

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