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La elección de Dilma Rousseff crea una perspectiva impensable hace algunos años: la de que Argentina y Brasil, los dos mayores países de América Latina, tengan presidentas el año que viene. Pero la llegada de mujeres al gobierno aún es infrecuente e improbable en América, a menudo ha sido accidental y en muchas ocasiones dependió de circunstancias creadas por varones.

Rousseff va camino de ser la mujer número 12 en asumir el gobierno de un país americano. El total es muy bajo, aunque resulta destacable que todos los casos se han producido en los últimos 37 años, desde que la argentina María Estela Martínez llegó a ser presidenta en 1974, y con una frecuencia creciente: la boliviana Lidia Gueiler en 1979, la haitiana Ertha Pascal y la nicaragüense Violeta Barrios en 1990, la ecuatoriana Rosalía Arteaga y la guayanesa Janet Rosenberg en 1997, la panameña Mireya Moscoso en 1999, la chilena Michelle Bachelet en 2006, la argentina Cristina Fernández en 2007, y este año Laura Chinchilla, presidenta de Costa Rica, junto con Kamla Persad, primera ministra de Trinidad y Tobago. De todos modos, la corta lista debe incluir una serie de acotaciones.

De las doce nombradas, cuatro (un tercio) no fueron votadas para ser jefas de gobierno. Martínez era vicepresidenta de su esposo, Juan Domingo Perón, y asumió debido a la muerte de éste (siendo derrocada antes de completar el mandato). Gueiler era presidenta de la Cámara de Diputados de Bolivia y gobernó en forma interina durante ocho meses, entre dos golpes. Pascal presidía la Corte Suprema de Haití y también fue interina, entre un golpe de Estado y una elección. Arteaga era vicepresidenta de Abdalá Bucaram en Ecuador, y cuando éste fue destituido por el Parlamento tuvo un fugaz pasaje de 48 horas por el gobierno.

La primera mujer que ganó elecciones presidenciales en América fue Barrios en Nicaragua. Su ascenso político estuvo asociado al hecho de que era la viuda de Pedro Joaquín Chamorro, que dirigió el mayor diario opositor a la dictadura de Somoza y cuyo asesinato fue clave para el aislamiento de ese régimen.

Un caso intermedio es el de Rosenberg en Guayana: era vicepresidenta de su esposo, Cheddi Jagan, y cuando éste murió pasó a ser primera ministra, pero en el mismo año ganó las presidenciales. En Panamá, Moscoso fue la heredera política de su marido, Arnulfo Arias, que había sido presidente tres veces, pero luego de la muerte de éste recorrió sola un largo camino.

El ascenso de Bachelet no tuvo que ver con ningún matrimonio (de hecho, era divorciada cuando ganó las elecciones) y sí con su gestión en dos ministerios durante el gobierno de Ricardo Lagos. Éste apoyó su precandidatura, pero eso no tuvo un peso decisivo como en el caso de Rousseff, a quien Lula, desde la cima de su poder, señaló como candidata a sucederlo. Lo de Fernández en Argentina está a mitad de camino: tenía una trayectoria política propia e importante, pero sus posibilidades de llegar a la presidencia aumentaron en forma decisiva durante el gobierno de su esposo Néstor Kirchner.

De todos modos, el paso del tiempo parece aumentar la probabilidad de que una mujer gane las elecciones sin que importe mucho quién es su pareja, como ha sucedido con Chinchilla en Costa Rica y Persad en Trinidad y Tobago. También es interesante registrar que la docena de políticas mencionadas no es nada homogénea en términos ideológicos, y ni siquiera en lo referido a la posición sobre cuestiones de género. En Uruguay, las posibles precandidatas son muy pocas, y parece difícil que puedan ganar internas con posibles contendientes como Tabaré Vázquez, Danilo Astori, Luis Alberto Lacalle, Jorge Larrañaga, Pedro Bordaberry o Pablo Mieres. Tendría que darse, como en otros países, una combinación de circunstancias que incluya el apoyo de altos dirigentes varones (con o sin el aditamento de un vínculo matrimonial) para que alguna sea postulada por su partido. Por ahora, nada indica que Uruguay vaya a ser el país número doce en la lista de los que han aprendido a decir “presidenta”.

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