Lo dijo el presidente José Mujica: las Fuerzas Armadas “son imprescindibles”. Por eso debe de creer que son un buen negocio: el año pasado, por ejemplo, costaron algo más de 350 millones de dólares. O sea que la defensa nacional se devoró casi un millón por día, la suma que se calcula necesaria para construir un liceo.
Demasiado para una nación que declaró su última guerra internacional en 1945, cuando los enemigos, Alemania y Japón, ya habían sido aplastados. Demasiado para una empresa pública que tiene a la mayoría de sus 30.000 funcionarios buena parte de sus jornadas pintando árboles, haciendo ejercicio, desfilando y preparándose para batallas que nunca terminan de comenzar. Demasiado para un país cuya hipótesis de conflicto más próxima lo enfrenta con un puñado de argentinos armados de reposeras. Demasiado para una institución que agredió a inocentes hace bien poco y que todavía defiende a los autores de esos crímenes.
Demasiado. Las Fuerzas Armadas podrían emplear mucho menos personal, pagándole mejor y reduciendo bastante el gasto, para cubrir las pocas tareas útiles a su cargo, como vigilar las fronteras y el espacio aéreo y marítimo, construir la paz en países asolados por la guerra y asistir a los afectados por esporádicas catástrofes. Pero hasta se dan el lujo de usar dinero de todos los uruguayos para defender a los oficiales extraditados a Chile por el caso Berríos.
El presidente Mujica les declaró la guerra a los empleados del Estado que toman mate en horario de trabajo. Al mismo tiempo, considera imprescindibles a miles de funcionarios a quienes, por estar acuartelados y a disposición de sus superiores, se les brinda varias comidas diarias. Los malos burócratas, por lo menos, se pagan los bizcochos de su propio bolsillo.
El presidente Mujica se queja porque hay muchos abogados y pocos ingenieros, agrónomos y veterinarios. Al mismo tiempo, declara imprescindible el adiestramiento de cadetes a quienes se les paga un sueldo (modesto, pero sueldo al fin) sólo por estudiar. Los universitarios, en cambio, invierten mucho en su preparación y todavía los amenazan con el cobro de una matrícula. El presidente Mujica piensa que él y el ministro de Defensa, Luis Rosadilla, “conocen las entrañas de las Fuerzas Armadas”. Lo dice porque los tupamaros que estuvieron presos, como ellos, sufrieron tratos inhumanos en los cuarteles. Los represores, muchos de ellos aún vivos y libres, también conocen entrañas, pero anatómicas y dolientes, de guerrilleros y de pacíficos activistas políticos y sociales a los que asesinaron y torturaron.
El presidente Mujica, al imponer en el ministerio a Rosadilla, dijo: “No somos aficionados”. Quiso decir: los ex combatientes tupamaros eran y son militares profesionales, porque tomaron las armas en nombre de ese valor multitarget al que se da en llamar “patria”. La tesis, hija de la teoría de los dos demonios, se aplicó en cenas de camaradería entre miembros del MLN y de la ilegal logia Tenientes de Artigas celebradas en democracia.
El presidente Mujica exhortó a evitar el “ejercicio de saldar cuentas cuando hay que construir”. Poco se puede construir con una institución tan desleal hacia la ciudadanía y los gobiernos democráticos. Encerró en una caja fuerte las citaciones judiciales a militares en la presidencia de Julio Sanguinetti, se insubordinó ante el secuestro del chileno Eugenio Berríos en la de Luis Lacalle, engañó a la Comisión para la Paz creada por la de Jorge Batlle y siguió mintiéndoles a las autoridades en la de Tabaré Vázquez.
Dirigentes de todos los partidos les deparan un inusual respeto a profesionales de la muerte que no son necesarios (o al menos no a tal escala) en un mundo que debería avanzar hacia la paz. Gastar en su mantenimiento les resta recursos a la producción, a la educación, a la salud, a la seguridad ciudadana, al desarrollo social.
Mientras, las Fuerzas Armadas se rehúsan a pedir perdón a la sociedad por crímenes gravísimos a los que les restan importancia, cometidos por sus miembros, utilizando su infraestructura y amparados en la institución que había usurpado los poderes del Estado. El recambio generacional de los últimos 25 años no ha sido suficiente. Los soldados más jóvenes han recibido educación impartida por criminales, que serán algunos cientos o unos pocos miles pero sumergen a 30.000 en un denso pantano de sospechas. Nomás la semana pasada, un oficial en actividad, el general Miguel Dalmao, se burló de la justicia al mentir ante un tribunal.
Perdón, Brecht, pero para ser imprescindible no basta con luchar toda la vida. Es preciso elegir buenas causas, como la verdad y la justicia. Difícil que estas Fuerzas Armadas lo hagan sin un decidido empujón del comandante en jefe.