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Cuba ha tenido una influencia capital sobre la política regional de los últimos cincuenta años. Más gravitante en las primeras tres décadas de su existencia y en franco declive en las dos siguientes. Fue motor de rebeldía, de reclamo ante las injusticias, de oposición a los atropellos imperiales, de impulso a políticas de fuerte impacto social y logros sustantivos en áreas claves, como la salud, y de una vitalidad política para aprobar y descalificar como, posiblemente, no haya habido otra en la media centuria transcurrida.

Varias generaciones estuvieron bajo la influencia de la revolución cubana en lo bueno, y también en lo malo. Por ejemplo, en relación con lo malo: en la imposición del partido único, excluyente de otras opiniones y cuyos mandatos y descripciones de la realidad operan como dogmas; en la equivocada percepción de la negociación multipartidaria, que es la esencia de la buena política, como algo despreciable; en el desconocimiento de derechos fundamentales que imperan, con más o menos imperfecciones, en muchas de las naciones del mundo cuyos pueblos han podido avanzar en las últimas décadas; y en el encarcelamiento de personas con coraje, que se han atrevido y se atreven a reclamar y se proponen ejercer sus derechos básicos de reunión, de asociación, de opinión y de desplazamiento.

Desde el mea culpa público de Heberto Padilla, en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1971 (después de unas semanas en la cárcel por haberse atrevido a escribir un libro con el sugestivo titulo En mi jardín pastan los héroes), hasta el mea culpa público más reciente de los altos funcionarios desplazados por “indignos”, según palabras de Fidel Castro, el gobierno cubano ha perseverado en hábitos marcadamente estalinistas, que ni siquiera estaban en vigencia en las últimas décadas de la Unión Soviética. Y cuando no hay mea culpa, y los ciudadanos con dignidad se plantan en sus trece -como ocurrió, por ejemplo, en 2003 con escritores, periodistas o simples vecinos que por medios pacíficos solicitaban cambios en la situación vigente-, las condenas a prisión son severísimas y las descalificaciones (“gusanos”, “traidores”, “aliados del imperialismo”) son humillantes.

El contexto de los acontecimientos del presente se compone también por una larga historia de atropellos de Estados Unidos a la isla del Caribe (y a la región). Desde la Enmienda Platt, la base de Guantánamo, la invasión en Playa Girón y los intentos de asesinato a Fidel Castro hasta el persistente embargo, sin olvidar la responsabilidad en los golpes de Estado que asolaron a la región. Pero el contexto actual también se integra por la construcción sistemática de dictadura pregonada como una forma más perfecta de “democracia”, por la alta concentración de poder simuladamente compartido con algunos correligionarios y verdaderamente absoluto para el “jefe máximo”, y por las penas draconianas a los ciudadanos llamados “conflictivos”, que se atreven a disentir. Y resulta demasiado simple, y hasta de mala fe, justificar el atropello cotidiano de los legítimos derechos del “conflictivo” con la mención del bloqueo del imperialismo.

Preso y con prolongada condena, un “conflictivo”, a quien el gobierno cubano califica de “delincuente común” (algo sabemos de estas denominaciones desde el poder quienes vivimos las dictaduras de la seguridad nacional en el Cono Sur), hasta hace poco tiempo desconocido, se ha convertido en el más eficaz cuestionador del poder establecido. En efecto, Orlando Zapata Tamayo, un simple ciudadano con ideas propias, preso de conciencia según Amnistía Internacional (¿cuántas veces recurrimos a ella los uruguayos en los años de la dictadura?), estuvo tan dispuesto a no doblegarse que se dejó morir de hambre. No fue, por cierto, un hecho aislado, porque la posta la tomó otro “conflictivo” que va en camino de correr la misma suerte.

Treinta años atrás, refiriéndose a la huelga de hambre hasta la muerte realizada por los presos irlandeses en cárceles británicas, Fidel Castro pronunció las siguientes palabras en la Unión Interparlamentaria Mundial: “La tozudez, la intransigencia, la crueldad, la insensibilidad ante la comunidad internacional del gobierno británico frente al problema de los patriotas irlandeses en huelga de hambre hasta la muerte recuerdan a Torquemada y la barbarie de la Inquisición en plena Edad Media.

¡Tiemblen los tiranos ante hombres que son capaces de morir por sus ideas tras 60 días de huelga de hambre! Al lado de este ejemplo, ¿qué fueron los tres días de Cristo en el calvario, símbolo durante siglos del sacrificio humano? ¡Es hora de poner fin, mediante la denuncia y la presión de la comunidad mundial, a esa repugnante atrocidad!”. Al gobierno cubano le complacieron tanto esas palabras de Fidel Castro que las trasladó al bronce y aún están en la Plaza Víctor Hugo de La Habana. Porque, en verdad, tal como señaló Castro cuando el dardo se dirigía para otro lado, ¡cuánto de humanidad y de coraje hay en un calvario semejante, y cuánto de atrocidad vivida se oculta detrás de un ser humano capaz de llevar la huelga de hambre hasta las últimas consecuencias!

Este drama cubano y esta prolongadísima agonía -tanto de los “conflictivos” que no se someten como del propio régimen que los reprime- tienen que encontrar un camino dentro de los cauces de la civilización. Sin entrometerse en los problemas de los demás, sin violentar el principio de no intervención, todo cuanto se pueda hacer, desde los otros países de América Latina, para contribuir a una solución pacífica, democrática y respetuosa de los derechos humanos, centralmente cubana además, debe ser bienvenido. Y entre los primeros pasos, nos parece, se encuentra uno que a quienes siempre nos hemos sentido hermanados con la suerte del pueblo cubano y respiramos en la izquierda nos resulta imperativo dar: no callar ante las repugnantes atrocidades y ponerse del lado de quienes, sin más armas que su cuerpo, reclaman legítimamente sus derechos.

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