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Es difícil comprender las opiniones del presidente José Mujica sobre la relación que debería instalarse entre las Fuerzas Armadas y el resto de la sociedad. No hay razones para suponer que las inspire otra cosa que una intención constructiva, pero el punto de vista que expresan parece por lo menos extraño.

Mujica habla de visiones contrapuestas sobre el proceso que desembocó en la dictadura, afirma que “todas valen” y concluye que quienes tienen opiniones distintas deben aprender a “convivir”, asumir un común denominador por encima de la diversidad de pareceres y abordar juntos tareas que construyan unidad nacional, en aras de que -como dijo en la base de Santa Bernardina el 16 de marzo- “nuestros hijos sean mejores que nosotros”.

El presidente suele plantear que las opiniones sobre este asunto son básicamente dos, y eso le permite aludir a la idea, tan enraizada en nuestro país, de que cualquier contradicción fuerte se puede relativizar, evitando “caer en los extremos”. Sin embargo, la descripción que hace Mujica de esos presuntos extremos es muy peculiar, ya que de un lado ubica a quienes demandan justicia, identificándolos a menudo con los familiares de víctimas de la dictadura, y del otro abre un amplio abanico, en el que incluye a quienes quieren “dar vuelta la página” y a los que consideran que las Fuerzas Armadas cumplieron con su deber contra “la subversión”.

En ese escenario faltan o son menospreciados otros actores. Con seguridad el presidente no piensa que fueron familiares de víctimas todos los votantes del Sí a la reforma constitucional que buscaba anular la Ley de Caducidad (o sea, cerca de la mitad de la ciudadanía). Pero si no piensa eso, ¿qué piensa de las personas que expresaron su deseo de justicia sin haber sido perjudicadas en forma directa? ¿Cree que obraron sin reflexionar o que fueron manipuladas por un puñado de activistas?

¿Opina quizá Mujica -al igual que el general Manuel Fernández, presidente del Círculo Militar- que el conflicto verdaderamente relevante sigue planteado entre dos bandos que fueron combatientes, cada uno de ellos acompañado por sus allegados cercanos y por quienes reivindican su accionar del pasado? ¿Se considera un observador imparcial de tal conflicto? ¿Cree que se distiende devolviendo banderas, como si fuera un problema entre barras bravas?

Son preguntas que difícilmente encontrarán respuesta, y sería un atrevimiento atribuirle al presidente ideas que no expresa. En todo caso, el problema principal es que la existencia de delitos gravísimos, que indudablemente constituyeron terrorismo de Estado, no es algo ante lo cual sea legítimo refugiarse en el relativismo, en el liberalismo o en la defensa del respeto a la diversidad. Y eso se debe a las mismas razones por las que no es aceptable sostener, por ejemplo: “Ella se queja de que su pareja le pegó, y él dice que la culpa fue de ella; son puntos de vista”. ¿Qué tarea común podrían asumir, en términos dignos, el golpeador y la golpeada para convivir con esa “diferencia de pareceres”?

Mujica parece, a menudo, convencido de que la reivindicación de la dictadura es una posición institucional e inmodificable de las Fuerzas Armadas. Más allá de que eso puede considerarse agraviante, mientras el poder político siga lejos de afrontar seriamente la cuestión de la formación militar, no tiene derecho a darse por vencido en este terreno.

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