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La ruta 136 argentina no es lo único que ha quedado despejado desde el sábado 19. La presencia en ella de los activistas de Gualeguaychú y la tolerancia del gobierno argentino ante el piquete constituyeron durante mucho tiempo, junto con la desencaminada demanda del país vecino ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya, un factor irritante que pasó a primer plano. Ahora tenemos la oportunidad de reencauzar la cuestión y ocuparnos de lo que más importa.

Para eso es necesario tomar distancia del modo en que se procesó el conflicto y atender a lo sustancial, con proyección de futuro y tratando de superar las mezquindades provincianas. No sea cosa que, después de mirar con indignación y desprecio la pobreza conceptual de los militantes gualeguaychuenses, nos mostremos incapaces de proceder mejor que ellos.

En primer lugar, deberíamos esforzarnos por evitar que la insensata cruzada de Arroyo Verde nos haga pensar que el ambientalismo es cosa de fundamentalistas trasnochados. Ese riesgo existe desde que, ante lo que se vivió como una agresión al país, las preocupaciones uruguayas por el impacto del proyecto de Botnia quedaron silenciadas o aisladas, y con ellas otras, más amplias y por cierto más justificadas, acerca de la necesidad de planificar con prudencia nuestras apuestas al desarrollo, sin menospreciar la dimensión ambiental.

En segundo lugar, tendríamos que considerar con seriedad y en forma desapasionada la conveniencia del monitoreo bi o trinacional del ambiente en la cuenca del río Uruguay, y más en general la importancia de desarrollar doctrina, institucionalidad y práctica multilateral en todos los asuntos semejantes. Aunque esto nos pueda sonar hoy, con el conflicto fresco, a “cosa del enemigo”, si logramos levantar la mira veremos que es lo que corresponde para avanzar en un proceso de civilización de la comunidad internacional, y también lo que más sirve a los intereses uruguayos.

Antes que nada, porque es una realidad indiscutible que las cuestiones ambientales no pueden analizarse ni administrarse bien en un marco acotado por las jurisdicciones territoriales, ya que una decisión local puede tener efectos muy perjudiciales para un país, una región e incluso el resto del mundo. Con este sabio criterio la normativa uruguaya ha incorporado el concepto de coordinar la gestión de cuencas, y no hay ninguna razón sólida para descartarlo cuando la cuenca de un río abarca más de un país.

En esa línea, sería muy sensato y deseable que llegara a crearse una corte internacional ambiental, donde los conflictos entre estados pudieran tratarse con alto nivel técnico y garantías del debido proceso para todas las partes. Ese horizonte está lejos por razones obvias, entre las cuales se destaca que muchas grandes potencias serían demandadas en un ámbito de ese tipo, por auténticos crímenes ambientales contra la humanidad, y por lo tanto impedirán mientras puedan que llegue a constituirse.

La CIJ no fue diseñada para estas tareas. Recordemos que, más allá de las lecturas interesadas de su fallo, no realizó ni se planteó realizar un estudio propio sobre el impacto ambiental de UPM-Botnia, sino que se limitó a recibir y considerar los que le enviaron ambas partes, concluyendo que los aportados por Uruguay eran serios y los que le remitió Argentina no probaban lo que sostenían. Y terminó recomendando a los dos estados que emplearan los instrumentos binacionales de que disponen para afrontar la situación.

En ausencia de ámbitos más amplios, tratemos de desarrollar los que podamos en el vecindario, con normas de procedimiento claras y razonables. El avance del derecho internacional es bueno para países pequeños como el nuestro, porque disminuye la probabilidad de que sean avasallados en enfrentamientos bilaterales con otros mucho más poderosos.

Ante la evidencia de que Argentina no logró, en este caso, imponerse a Uruguay, pensemos qué chance podría tener Uruguay de imponerse por sus propios medios a Argentina, o a Brasil, y veremos cuál es nuestro interés estratégico.

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