El culebrón de las conflictos que involucran a la directora del liceo Bauzá , Graciela Bianchi, se vuelve cada vez más chocante y muestra que no todos los problemas importantes relacionados con la educación tienen sus causas dentro de los centros de enseñanza.
El último episodio se centra en la difusión mediante Facebook, por parte del director general de secretaría del Ministerio de Educación, Pablo Álvarez, de una filmación en la cual se ve a Bianchi rezongar a un pequeño grupo de alumnos. Sin duda, Álvarez demostró que no comprende o no le interesan algunos criterios de responsabilidad ineludibles para quienes ocupan cargos como el suyo, y como eso se agrega a varias muestras anteriores de hostilidad hacia la profesora en los últimos meses, de dirigentes políticos que ejercen responsabilidades de gobierno, es natural que muchos tiendan a simpatizar con Bianchi y a verla como una víctima del sistema, hostigada por atreverse a cuestionar mediocridades, desaciertos y carencias que perjudican la formación de los adolescentes. Pero la cuestión es mucho más grave.
La directora del Bauzá emerge como portavoz de un malestar social ante la situación del sistema educativo. El malestar de quienes dicen que “esto es un relajo”, “los chiquilines no aprenden”, “los padres no se hacen cargo”, “no hay exigencia ni disciplina”, “los liceos son inseguros”, “se han perdido los valores” o “las autoridades son incompetentes y están en sus lugares por acomodo político”. Pero Bianchi desempeña su papel de una manera que realmente no ayuda mucho a identificar y resolver los problemas. En ese sentido, es una mala docente ante la opinión pública, aunque su personaje sea muy apetecible para los medios de comunicación (al buscar en Google “Graciela Bianchi” y “Bauzá” se obtenían ayer de tarde 5.040 resultados, que se convertían en 467 al eliminar reiteraciones).
Consideremos, por ejemplo, el modo en que abordó la temática de la seguridad para el desarrollo de la actividad liceal. Su demanda se refiere a una situación que afecta a muchos centros de educación secundaria, desde Pocitos a Casabó: la presencia en sus alrededores, a menudo con intrusiones perturbadoras, de gente que busca oportunidades para robar a los alumnos y para venderles drogas ilegales u objetos robados, mientras molesta de distintas maneras a los funcionarios liceales y a los vecinos. Es habitual que entre las primeras reacciones de los cuerpos docentes y de las familias de los liceales esté el reclamo de custodia policial, pero la cosa es más complicada.
Las seccionales de policía no disponen de personal suficiente para establecer una vigilancia continua de los liceos, y si lo tuvieran no sería muy sensato que montaran “operativos de saturación” permanentes alrededor de cada uno de esos centros de estudio (y ya que estamos, también en torno a todos los comercios asaltables y en cualquier lugar donde alguien considere que es probable que se cometan delitos, o donde simplemente las autoridades quieran hacer marketing, como sucede con el inexplicable patrullaje a caballo montevideano en 18 de Julio, donde algún día puede producirse una tragicomedia si la policía montada llega a intervenir).
El llamado 222 tampoco es solución, entre otras cosas porque los policías tienen escasa disposición a cumplir ese servicio de horas extra en los liceos, donde resulta estresante, poco eficaz y está expuesto a quejas. Hay que preguntarse, además, si estamos ante un asunto policial o ante necesidades de prevención que competen a otros organismos públicos y a organizaciones de la sociedad civil.
Bianchi no aborda esas complejidades. Emite un reclamo simplista que ni siquiera se puede satisfacer en el caso del Bauzá, condimentado con elementos de autobombo y anécdotas personales de las que pretende extraer conclusiones doctrinarias. Lo que se sabe hasta ahora de su capacidad de propuesta en términos pedagógicos no pasa de una suma de lugares comunes y nostalgias insolubles. A una parte de las derechas le interesa exaltarla, pero su discurso arraiga en cierto ideario de izquierda bastante trasnochado.
Si ésta es la nueva “conciencia crítica” de la enseñanza pública, y la respuesta desde las cúpulas políticas no hace más que alternar las alabanzas oportunistas y el patoteo, estamos en el horno.