Un mexicano llamado Remigio Ángel González es el patrón de un conglomerado que se define a sí mismo como “la única red operadora de televisión y radio en Latinoamérica”, al mando de decenas de medios en casi todos los países del continente desde el río Bravo hasta Tierra del Fuego. Lo más parecido a William Randolph Hearst o a Rupert Murdoch que haya habido por estas latitudes, con un capital que anda en el orden de los miles de millones de dólares y una fortuna personal de andá a saber cuánto. Hace dos años y pico compró una decena de radios en Uruguay, aunque las leyes prohíben que alguien posea más de tres. Recurrió a testaferros, así que no importó si también está prohibido que un extranjero sea propietario de medios electrónicos. Dispuso despidos y apretujó a la mayoría de los empleados en el mismo edificio. Y ahora mandó a tanta gente a la calle que algunas de sus radios son manejadas por computadoras. Los representantes de Remigio Ángel González lloraron la milonga cuando comunicó los despidos, pero Remigio Ángel González, quien vive en Miami y a quien apodan El Fantasma, sigue igual de superhiperrecontramillonario.
Es que, en Uruguay, las leyes sobre radiodifusión existen solo en el papel. Nunca se cumplieron. Acá las radioemisoras y los canales de televisión se compran y se venden con un par de sellos más que los requeridos para un apartamento, aunque las normas ordenan que las licencias son personales e intransferibles. Emiten más publicidad de la admitida, a veces en medio de los programas, y suelen pasar por alto el horario de protección al menor. Actúan con una impunidad de origen: gobiernos pasados tenían la costumbre de asignar licencias como pago de favores políticos o de mamaderismos futuros. Y por eso se les ha dejado hacer cualquier cosa.
Igual, aunque se cumplieran, las leyes que hay serían insuficientes. Las licencias son perpetuas. A las empresas no se les exige nada, ni siquiera el pago de un canon como el que se cobra en otros sectores que explotan un bien perteneciente a toda la sociedad en cuyo nombre lo administra el Estado, como las riquezas minerales. Cabalgando sobre las ondas, supuestas iglesias practican la medicina clandestina, cobro de órdenes y tickets incluido y supuestos call centers te facturan falsas promesas de amor y sexo fácil. Hay, incluso, radioemisoras-conventillo o de alta rotatividad que alquilan cada una de sus horas de emisión a quien tenga la plata para pagarlo.
El año pasado, durante unas pocas semanas, pareció que los planetas empezaban a alinearse de un modo distinto, mejor. A mediados de 2010, las empresas de radio y televisión, el Estado, el sindicato de la prensa, emisoras comunitarias y las universidades, entre otros actores del área, mostraban avances hacia un acuerdo sobre una serie de normas que pusieran un poco de orden en ese marasmo. La idea, bastante consensuada, consistía en establecer garantías de diversidad y exigencias mínimas de responsabilidad social a las empresas, para con el público y para con los empleados.
Las discusiones oficiales en el ámbito del Ministerio de Industria ya habían progresado un buen trecho en diciembre pasado. Pero el presidente José Mujica le dijo entonces al diario argentino La Nación que lo tenían “podrido” con preguntas sobre las propuestas de legislación en la materia. “Al presidente de la República no le ha llegado absolutamente nada, y el día que le llegue ya ha dicho que va a tirarla a la papelera”, rezongó. Uno de los habituales enigmas a la Mujica, en los que caben dos posibles respuestas: o el presidente ignora lo que sucede en su propio gobierno o le está poniendo el freno a alguno de sus componentes.
Queriendo o sin querer, el ministro de Industria, Roberto Kreimerman, fortaleció la segunda hipótesis en agosto, al anunciar el relevo del director nacional de Telecomunicaciones, Gustavo Gómez, uno de los principales animadores de las negociaciones y tal vez el responsable de haber acercado posiciones que antes parecían antagónicas.
Queriendo o sin querer, con esa acción el gobierno les estaba diciendo a Remigio Ángel González y a los más modestos broadcasters autóctonos que no tenía apuro en regular el espacio herziano, que podrían seguir ahorrando en personal y abaratando costos en detrimento de la calidad de su programación y de la variedad de contenidos y enfoques. Que nada haría peligrar sus negocios en un país donde, a pesar de lo limitado del mercado y de los constantes llantos, tener un canal de televisión o una radioemisora es flor de negocio.
A Mujica suele reprochársele que hable demasiado antes de actuar como gobernante. Pero con las palabras también se gobierna. En este caso, la señal de ajuste quedó clarita: el gobierno no quiere llevarse mal con los medios y les reconoce la potestad de manejarse con arbitrariedad y mala onda. Remigio Ángel González la sintonizó bien. Tal vez además entienda que a este gobierno le quedó debiendo un favor.