El Partido Colorado prepara un congreso de “actualización ideológica” para este año, en el que se cumple un siglo de varias de las reformas concretadas durante la segunda presidencia de José Batlle y Ordóñez. Su secretario general, Pedro Bordaberry, dice que la intención es apoyarse en lo mejor de las corrientes batllistas y no batllistas desarrolladas en el marco del coloradismo desde el siglo XVIII: si así fuera, el partido no dejaría por el camino ninguna de las muy diversas orientaciones que ha albergado, del centro-izquierda a la extrema derecha. En el Partido Nacional pervive también un amplio espectro ideológico, dentro de las mismas coordenadas. Por esos rumbos, será inevitable que, como ha ocurrido ya en varias elecciones, ambos se repartan un vasto electorado no frenteamplista, sin raíces firmes en ninguna de las dos colectividades, que decide en cada ocasión a cuál de ellas prefiere votar.
El sistema electoral vigente hasta la reforma constitucional de 1996 sirvió para que cada uno de los partidos llamados tradicionales pudiera invocar, mediante una ilimitada cantidad de candidaturas a la presidencia, la representación de posiciones profundamente distintas, a menudo incompatibles entre sí. El comienzo del fin de ese provechoso invento se produjo hace cuarenta años y once días, el 5 de febrero de 1971, cuando se fundó el Frente Amplio. Se aprovechó el mismo mecanismo para presentar a las elecciones de ese año una alianza de sectores e independientes que también implicaba una gran diversidad, pero que fue capaz de darse un programa y un acuerdo para la acción política muchísimo más coherentes que los de colorados y blancos.
A medida que el Frente Amplio creció electoralmente, aumentando su diversidad a medida que incorporaba posiciones “moderadas”, los parlamentarios de los otros dos grandes lemas se vieron cada vez más obligados a gobernar juntos para contar con mayoría parlamentaria, y menguó por lo tanto el espacio para que fracciones coloradas o blancas se presentaran como alternativas de cambio “progresista”. Sin embargo, se mantuvo (al menos en los papeles y los discursos) la existencia de un amplio espectro ideológico dentro de cada uno de los dos antiguos partidos.
Ese apego a la presentación de propuestas cuyo denominador común es difícil de identificar se mantuvo e incluso se acentuó, por supuesto, desde que los frenteamplistas ganaron las elecciones nacionales de 2004, ya que colorados y blancos dejaron de estar obligados a coincidir. El problema es que, mientras Larrañaga y Lacalle insisten en exponer sus diferencias, y los colorados de Propuesta Batllista apuestan a marcar una identidad que los distinga de la abrumadora mayoría bordaberrista, todos juntos no logran superar a los frenteamplistas, y a partir de las últimas apariciones públicas de Tabaré Vázquez parecen casi resignados a permanecer en la oposición por lo menos hasta 2020.
No quieren aliarse entre sí, pero tampoco diferenciarse el uno del otro. En la actualidad el amplio predominio de Bordaberry entre los colorados determina que éstos parezcan estar más homogéneamente a la derecha (“moderna”, pero derecha) que los blancos. Sin embargo, está por verse que esa paradoja histórica sea una tendencia de largo plazo, y si pensamos en 2020 nadie puede adelantar cuál va a ser el panorama. El mecanismo que durante mucho tiempo les sirvió para sumar ahora resta. Y lleva a muchos a plantearse, como en un viejo western, si “hay lugar para los dos en este pueblo”.