Varios abogados, entre ellos el ex presidente Jorge Batlle y el ex vice Gonzalo Aguirre, dedicaron este mes a fustigar a la jueza penal Mariana Mota en defensa del coronel Carlos Calcagno, procesado por la desaparición de los militantes izquierdistas uruguayos Gustavo Inzaurralde y Nelson Santana en Paraguay. Ante un pedido de reconsideración del procesamiento, Motta sentenció el 1º de diciembre que “la vieja máxima de que nadie puede estar obligado a suministrar pruebas contra sí mismo” es “obsoleta y profundamente injusta”.
Batlle y Aguirre se reunieron con el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Leslie Van Rompaey, para presentarle su queja en persona y por escrito. Ayer la reiteraron en conferencia de prensa, sin mencionar a Mota. Según los abogados que comparten esas críticas, “el derecho a no incriminarse” es un “principio jurídico” sobre el cual “no hay dos bibliotecas”, tal como lo resumió Miguel Langón, ex fiscal y actual defensor de Calcagno.
No es así. Hay más de una. Que la carga de la prueba corresponda en exclusiva a la acusación dista mucho de ser un principio absoluto, como sí lo es el de presunción de inocencia, según el cual toda persona es inocente hasta que se compruebe que delinquió. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
En unos cuantos países, y en delitos muy especiales, la carga de la prueba se invierte y el acusado debe demostrar su inocencia. En países de Europa y en Colombia, por ejemplo, los empleadores demandados por discriminación tienen que presentar las pruebas en su defensa. Lo mismo sucede en México con los delitos ambientales. En Gran Bretaña, el acusado por difamación, no el difamado, debe comprobar la veracidad de sus afirmaciones y su buena fe. El actual gobierno de Uruguay presentó al Parlamento un proyecto que obligaría a los imputados de “enriquecimiento ilícito” a justificar sus fortunas, como ya sucede en Argentina y en otros países.
La defensa de Calcagno admitió que el entonces mayor y comandante de la Compañía de Contrainformación del Ejército estuvo en Asunción del 5 al 7 de abril de 1977, poco después de que Inzaurralde y Santana fueran detenidos, el 29 de marzo. Testimonios y gran cantidad de documentos, entre ellos los del Archivo del Terror paraguayo, comprueban que el militar integró un “grupo de trabajo” que interrogó a los prisioneros uruguayos luego desaparecidos.
De acuerdo con la jurisprudencia interamericana, anotó en su escrito la fiscal Mirtha Guianze, “es el Estado el que detenta el control de los medios para aclarar los hechos ocurridos bajo su jurisdicción” y “a éste […] corresponde la carga de la prueba”. Y agregó: “La defensa no puede descansar en la imposibilidad de los demandantes de allegar la prueba al proceso, porque no tienen acceso a registros que los propios imputados llevaban, o porque esos requisitos están ocultos o fueron destruidos”.
“Un gobierno de facto ordena, o al menos permite y facilita, que sus funcionarios secuestren y hagan desaparecer a ciudadanos de los que no volvió a saberse. Ese gobierno de facto y sus agentes son los que deben explicaciones, los que deben rendir prueba sobre el destino de esas personas”, apuntó la fiscal.
La jueza Mota advirtió al confirmar el procesamiento que, en estos casos, “la prueba debe ser más estricta porque el paso del tiempo hace casi imposible hallar elementos […], los testigos olvidan o reconstruyen deficientemente lo que vieron u oyeron, etcétera”. Y advirtió: “No es correcto analizar las pruebas en forma aislada e individualmente, sino que debe atenderse su unidad contextual, relacionando las pruebas entre sí alcanzando de esta manera una conclusión lógica”.
De acuerdo con el criterio promovido por los abogados que desacreditan la sentencia de Mota, resulta insuficiente presentar un cúmulo abrumador de pruebas documentales y testimonios, aun tratándose de un delito cometido hace 34 años y de un caso de desaparición forzada en el cual, por definición, no hay un cadáver. Para cometerlo y borrar las huellas, sus autores materiales contaron con la asistencia de casi todos los gobiernos de un continente. Calcagno ni coartadas tiene.
Pero Batlle y Aguirre, en un alarde de malabarismo jurídico, amparan a este criminal. En la superficie, esta defensa se basa sobre un principio de derecho bastante relativo. En lo más profundo, lo que dicen el ex presidente y el ex vicepresidente es que cualquier delincuente zafará de la cana si elimina las pruebas de su delito y mantiene la boca cerrada, como Calcagno y sus camaradas. Si eso no basta, siempre podrá apelar a amigos políticos para obligar al Parlamento a absolverlos, como en 1986, o para presionar a los jueces, como ahora.
La única posibilidad de procesamiento es que el acusado confiese, según Batlle y Aguirre. Si tal criterio prevalece, esta manga de asesinos, torturadores, secuestradores, violadores y chorros concurrirá al tribunal, saludará al juez y saldrá libre por la misma puerta por la que entró. Pavada de inseguridad.