La prensa los bautizó “megaoperativos”. Son así: unos 70 agentes de la seccional local, la Policía Montada, la Guardia de Coraceros, la Metropolitana, de Investigaciones y del plantel de perros, asistidos por el Comando de la Jefatura de Montevideo en pleno, se hacen presentes en una de las 350 zonas de la capital a las que se ha dado en llamar “rojas” mientras la sobrevuela un helicóptero de la Fuerza Aérea. Los oficiales, enmascarados, avanzan en formación. La cosa impresiona. En cada uno de los tres operativos realizados se detuvo a medio centenar de personas. Pero los procesados no pasaron de cinco. Muchos vecinos se quejan del arresto de gente honesta y la distorsión de la actividad normal en sus barrios.
Luego de la primera incursión, que se llevó a cabo el jueves 7 en el área llamada Chacarita de los Padres, un juez penal explicó a El País que la Policía no había registrado “elementos probatorios de una conducta delictiva” y que “casi todos” los detenidos lo fueron “por falta de documentación”. Tras la segunda, siete días después en La Cruz de Carrasco, otro, o el mismo, juez penal dijo a ese diario: “No sé por qué se hacen estos procedimientos. No sé cuál es el objetivo. Hablando claro, se trata de razzias”. Ayer, jueves, otro magistrado (o el mismo) dijo al portal Observa que la Policía “debe” hablar “con el juez de turno, informando a la Justicia lo que hace” antes de implementar estas intervenciones.
Esta semana, el diputado blanco Javier García opinó que se trata de una “operación mediática” del gobierno. El senador Carlos Moreira, también nacionalista, anunció que convocará al ministro del Interior, Eduardo Bonomi, para que explique los procedimientos. En cambio, el senador y secretario general del Partido Colorado, Ope Pasquet, se mostró satisfecho por los “megaoperativos” y los anotó como un triunfo de su sector: “Tuvo que salir el Partido Colorado a plantear el tema directamente a la ciudadanía para que se salga a controlar”, dijo a Observa, en referencia al proyecto infanticida de reforma constitucional.
El objetivo de estas irrupciones policiales es “llevar el peso del Estado a todos los rincones”, según dijo Miguel Iraola, director de Seguridad del Ministerio del Interior, a El Espectador. “La reacción es la esperada y la de siempre. Cuando hay policías cerca desaparece […] toda la actividad delictiva y las cosas vuelven al cauce”. Aplauso, medalla y beso.
Este razonamiento encierra la admisión de un fracaso: el Estado está ausente en las zonas donde se han realizado y se realizarán los “megaoperativos”. Cabe dudar si es acertada la pretensión de restaurar su presencia con tal espectacularidad, por sorpresa, armado hasta los dientes y enmascarado. Que semejante “alegría” vaya por barrios alimenta la previsión de que el Estado vuelva a abandonar una “zona roja” para atender otras. La esmirriada proporción de procesados entre tantos detenidos abona otras dudas alarmantes: o la Policía malgasta sus limitados recursos arrestando inocentes o la aqueja una notoria incompetencia para cumplir con las formalidades que exige la remisión de supuestos delincuentes a la Justicia.
En su informe al Parlamento el 1º de marzo, el presidente José Mujica afirmó que en su primer año de gobierno había “sentado las bases de un nuevo modelo de seguridad pública”. Este “modelo” tendrá aciertos, pero sus fallas son flagrantes. La Policía reprimió con exceso los festejos de hinchas de Peñarol en mayo pasado: 290 detenidos y apenas dos procesados. El Poder Ejecutivo se lavó las manos ante el incendio que acabó con 13 vidas en la cárcel de Rocha. Bonomi sembró tantas suspicacias sobre el trabajo del Observatorio Nacional de la Violencia y la Criminalidad que su titular, Rafael Paternain, se vio obligado a renunciar, lo que les restó credibilidad a las estadísticas sobre las que se debería establecer la política de seguridad. El oficialismo accedió al pedido de mantener los registros de antecedentes de los adolescentes en conflicto con la ley después de los 18 años de edad. Los “megaoperativos” parecen confirmar una línea, que se resume en dos palabras: mano dura. No se sabe si para aplacar a una oposición que halló en la sensación de inseguridad su mejor herramienta o a un público que, como decía la ex ministra Daisy Tourné, quiere un policía vigilando cada casa.
Sea como fuere, la política de seguridad del gobierno baila al ritmo que le marca la oposición. Como consecuencia, muchas personas honestas corren riesgo de sufrir abusos policiales, de ser encarceladas sin razón, de perder sus empleos y jornadas de trabajo. Barrios enteros quedarán marcados como criminales. Para los predicadores de la “mano dura” y la “tolerancia cero”, serán células sanas extirpadas en el necesario tratamiento contra el cáncer de la delincuencia. Bajas colaterales de una guerra que será televisada.