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La Ley del más fuerte

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Supongamos que la figura de Osama bin Laden no fue utilizada como una versión moderna de Emmanuel Goldstein, personaje de la novela 1984, de George Orwell, o sea, como una representación del mal absoluto, quizá real y quizá ficticia, de la cual se valían las autoridades para aterrorizar a la población, unificarla bajo su mando y justificar la violación de los derechos humanos en la lucha contra ese superenemigo traicionero, despiadado y escurridizo.

Supongamos que Bin Laden fue realmente responsable de los crímenes de los que lo acusaron, a partir de una mezcla de afirmaciones no fundamentadas, declaraciones obtenidas bajo tortura y presuntas investigaciones secretas, el gobierno de Estados Unidos y sus aliados. Supongamos que esas acusaciones lanzadas desde la Casa Blanca tenían más sustento que las relacionadas con las “armas de destrucción masiva” iraquíes que nunca existieron.

Supongamos que el jeque Osama está muerto y que su cuerpo fue hundido en alguna parte de los océanos que cubren siete décimas partes de la superficie del planeta.

Supongamos que en la decisión de matarlo no pesaron consideraciones acerca de lo incómoda que podría resultar, si era llevado a juicio, su versión de hechos ocurridos en las últimas tres décadas, desde que fue aliado estratégico de Estados Unidos en la resistencia contra la ocupación soviética de Afganistán, pasando por la formación de la red Al Qaeda, sus operaciones en varios países, los ataques del 11 de setiembre de 2001 y su novelesca elusión, durante casi diez años, de las fuerzas que la mayor potencia mundial desplegó con la intención declarada de cazarlo.

Suponer todo lo anterior constituye la hipótesis más clemente para juzgar la conducta del gobierno estadounidense encabezado por Barack Hussein Obama, y, aun así, esa conducta sólo puede ser considerada una gravísima violación del derecho internacional y de todos los valores que sustentan, en los papeles, lo que llamamos civilización.

No hay otra manera de calificar la planificación y ejecución gubernamental de un asesinato, mediante una incursión militar en un país cuyo gobierno ni siquiera fue notificado de que la operación iba a llevarse a cabo.

Los objetivos de represalia y escarmiento en una acción de este tipo por parte de un gobierno tipifican algo bastante conocido en la región del mundo que habitamos: el terrorismo de Estado. No son sustancialmente distintos, por ejemplo, de los homicidios cometidos en el marco del Plan Cóndor.

Se toma un camino muy peligroso al sostener que un crimen como éste resulta aceptable teniendo en cuenta los cometidos por Bin Laden (suponiendo, como se señaló al principio, que él fuera realmente responsable de todos los que se endilgaron). Con ese criterio, queda muy poca base para defender la aplicación del derecho internacional por parte de la Corte Interamericana de Justicia u otros organismos similares. Si los autores de un delito de lesa humanidad alegan que la víctima era culpable de otras violaciones de los derechos humanos, o peligrosa para los intereses de un Estado: ¿aceptaremos dejar la condena de lado o en suspenso?

Los países como Uruguay tienen, además de motivos éticos, razones prácticas de peso para reivindicar los principios violados en esta ocasión -y en muchas anteriores- por la Casa Blanca. Si no se consolida la vigencia de normas internacionales, nuestras escasas fuerzas propias nos dejarán siempre indefensos ante los abusos. Es una lástima que no lo hayan tenido presente nuestras autoridades al comentar (con un visible desgano que no basta como atenuante) que el asesinato de Osama bin Laden fue “positivo”.

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