Un librito escolar del escritor Parson Weems inauguró en 1800 el mito de que el primer presidente de Estados Unidos, George Washington, jamás había dicho una mentira. Dos siglos después, la ciudadanía estadounidense está acostumbrada a que sus gobernantes le mientan en la cara.
Para no ir demasiado atrás, la sinopsis de esta historia puede empezar el 6 de agosto de 1945, cuando Harry Truman anunció que “la primera bomba atómica fue arrojada sobre la base militar de Hiroshima”, ciudad donde vivían medio millón de japoneses inermes, con la intención de “evitar al máximo la muerte de civiles”. En los cinco años siguientes morirían 200.000 a causa del bombardeo. En 1962, un día antes de la invasión a Playa Girón en la que murieron 14 estadounidenses y que contó con apoyo de la CIA, John F Kennedy sostuvo que su gobierno no planeaba “una intervención militar en Cuba”.
Lyndon B Johnson inventó en 1964 “renovadas acciones hostiles contra barcos de Estados Unidos en aguas del golfo de Tonkin” para inyectar más tropas en Vietnam. Nixon mantuvo esa mentira y pronunció tantas otras, sobre todo por el caso Watergate, que terminó renunciando. Una de ellas las resume todas: “No soy un sinvergüenza”. Ronald Reagan juró en 1986 que no canjearía “armas ni nada por rehenes”. Luego, debió admitir que entregó equipo antitanques a Irán con ese fin, aprovechando la operación para canalizar por vías clandestinas dinero a la guerrilla que se oponía en Nicaragua a la Revolución Sandinista.
“Escúchenme. No lo voy a decir de nuevo: no tuve relaciones sexuales con esa mujer, la señorita [Mónica] Lewinsky”, dijo muy serio por televisión Bill Clinton, quien también bombardeó una fábrica de aspirinas en Sudán con la patraña de que allí se producían armas químicas justo cuando el Congreso lo enjuiciaba por conducta impropia.
A George W Bush no le temblaba una pestaña cuando promovía con argumentos falaces la injustificable guerra en Iraq. Su gobierno fue el imperio de la mentira. Y lo reeligieron. Barack Obama adornó sus informes públicos sobre el asesinato de Osama bin Laden en Pakistán y sobre el ataque a Libia con abundantes engaños y enredos. Su popularidad se disparó al cielo.
Las mentiras presidenciales tienen consecuencias. Facilitan reelecciones, pero también siembran desconfianza en todo sistema político y hasta en valores fundamentales como los de la democracia y la república. Una señal de eso en Estados Unidos es el escaso registro de ciudadanos para ejercer el voto y la elevada abstención electoral, de entre 45% y 60%.
Si Uruguay llegara a esta situación extrema, la obligatoriedad del sufragio disimularía esa desconfianza. Sin embargo, el ejemplo estadounidense recomienda poner las barbas en remojo. El presidente de la República debería dirigirse a la ciudadanía con sinceridad y sin mentiras, y también debe esforzarse por ser verosímil. Debe ser sincero y parecerlo.
Pero la verosimilitud es todo un problema para el presidente José Mujica. Su peripecia en torno de la Ley de Caducidad sirve como muestra. En 1986, su Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) fue de los primeros en apoyar de la campaña por un plebiscito para derogarla. En 2003, el sector logró excluir del programa de gobierno del Frente Amplio la anulación de la norma, procedimiento al que consideraban piantavotos. La posterior campaña por el referéndum contra la impunidad contó con la adhesión de Mujica en 2009, cuando estaba finalizando, y el entonces precandidato argumentó que firmaba porque estaba “podrido de ir a los juzgados”. Una vez que fue candidato a presidente, no dijo en los actos de campaña ni una palabra a favor del voto rosado. Pocas semanas después de ponerse la banda presidencial, su canciller, Luis Almagro, se dedicó a diseñar con la bancada y las autoridades del Frente Amplio una solución legislativa que desactivara la Ley de Caducidad. Un año después, cuando esa solución estaba por aprobarse en el Parlamento, Mujica desautorizó a Almagro. Luego, les advirtió a los diputados frenteamplistas que si apoyaban el proyecto socavarían el rendimiento electoral del oficialismo. Pocos días más tarde, le pidió al diputado Víctor Semproni que lo votara por disciplina partidaria, sin éxito. Tras el fracaso parlamentario, dijo que “es una pena”. Ahora asegura que se propone reanudar por la vía administrativa los 88 juicios que sus antecesores ampararon en la Ley de Caducidad.
Aun con este panorama tan complicado es posible presumir la sinceridad de Mujica. Creer que hace lo que puede con el equipo y las circunstancias que lo rodean. Pero esta suposición resulta cada día más difícil. La pregunta es: ¿Mujica quiere desactivar la ley más nefasta de la historia uruguaya? El menor de los riesgos de una respuesta negativa es que el presidente quede como un mentiroso frente a esta generación y las siguientes. El mayor de los riesgos es que alimente la desconfianza de la ciudadanía en el sistema político y en la democracia. Hagan sus apuestas.