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Querido amigo Figari

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El reciente debate parlamentario sobre el aumento de penas para el tráfico de pasta base confirma la marcada tendencia a un endurecimiento de las penas, que se reafirma como un mecanismo privilegiado para el control del delito.

Sin duda, la aceptación/votación por parte de la izquierda de la instrumentación de estas políticas (cualquiera sea su explicación) ha significado un viraje de sus posiciones clásicas y, por qué no, identitarias. El mensaje de asunción presidencial de Tabaré Vázquez recogía esa tradición al señalar que sería muy severo con la delincuencia pero más aún “con las causas que llevan a la misma”.

Blancos y colorados no han perdido la oportunidad de cobrarle algunas víctimas a la coalición de izquierda por los vaivenes en su discurso y en sus políticas. El diputado nacionalista José Carlos Cardoso señalaba, durante la discusión de la ley que sanciona con mayor severidad a los traficantes de pasta base, que en el pasado el Frente Amplio (FA) tildaba de “reaccionarios” a quienes propugnaban un aumento de penas.

El senador Ope Pasquet, de Vamos Uruguay, no se quedó atrás al marcar la modificación de la posición del FA en relación a la idea de que el aumento de las penas no es un arma eficaz para combatir el delito.

Pero las tentativas por darle notoriedad a esos cambios de posición de alguna manera implicaron asumir de manera homogénea la tradición de sus colectividades en defensa de políticas de línea dura en la represión del delito.

Aunque hoy parece impensable escuchar afirmaciones como las del ex presidente Vázquez dichas por algún dirigente del Partido Colorado o del Partido Nacional, eso no siempre fue así en en el pasado.

El debate en torno a la abolición de la pena de muerte entre 1905 y 1906 dista de evidenciar un pensamiento uniforme. Por el contrario, el enfrentamiento fue duro y las reconsideraciones de votación se reiteraron hasta finalmente obtener la mayoría, particularmente en lo relacionado a los delitos militares. De gran complejidad, su definición se convirtió en el último bastión de la pena capital.

Siendo uno de los principales militantes por el abolicionismo, el doctor Pedro Figari incorporó a su argumentación la negación del aumento de los delitos. Paradójicamente, en su confrontación con los sectores conservadores manejó como uno de los elementos más importantes de su fundamentación la comparación con otros países, en especial de Europa Occidental. Figari, quien fuera diputado colorado desde 1897, ubicó a Uruguay en materia de delitos violentos (especialmente los homicidios) muy por debajo de Italia y de España, a pesar de las coincidencias en “clima, civilización y raza”.

Su estudio de los delitos incorporaba fuertemente la cuestión social. Anotaba, quien fuera defensor de oficio y presidente del Consejo Penitenciario, que la alta presencia de analfabetos entre los delincuentes venía a confirmar que “en las filas de la ignorancia era donde se reclutaba a los grandes criminales”. Figari explicaba la disminución de la criminalidad para el período que estudiaba (1890-1895) en las mejoras en la represión policial pero también en la extensión de la educación pública, en particular, en el aumento de escuelas en la campaña.

Es más, se mostraba radical al demostrar el carácter selectivo del derecho penal. Planteaba que, a diferencia del “delito de harapiento”, la Justicia rara vez alcanza a los que se conoce como delitos de cuello blanco. Pero Figari no sólo identificó las causas sociales del crimen, sino que desde su banca se opuso tenazmente a la conservación de una pena que los sectores abolicionistas identificaban como bárbara e inútil. Incluso, no ahorró en calificativos a sus contendientes. Varios de ellos harían hoy sonrojar al legislador más endurecido.

A partir de un uso peculiar de las teorías lombrosianas (habitualmente conocida por su estudio de los delincuentes a los que atribuyó rasgos particulares) identificaba a los núcleos antiabolicionistas con los “elementos menos evolucionados” que presentaban “más endurecidas ciertas circunvalaciones del cerebro”. No hay que ser un criminólogo positivista para entender el tenor de las palabras de Figari.

El legislador colorado asociaba a quienes sostenían la necesidad de mantener la última pena para evitar el aumento del delito como elementos reñidos con los avances civilizatorios. Eran aquellos que combatían toda idea de progreso encontrándose atados al pasado. Figari los enfrentó tratando de establecer políticas criminales modernas. Entre ellas, sostenía en 1903, no existe manera de comprobar que una mayor represión conlleva un inmediato descenso del delito.

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