La juventud es escasa en Uruguay, por eso se cotiza bien. A la mayoría les cuesta abandonarla. Demasiados veteranos y veteranas piratean la marca y hasta se ofenden si no los consideran jóvenes. Esa reticencia a ingresar en la madurez, prolongada etapa en la cual el bicho humano disfruta el cuerpo y la mente con plenitud y armonía, termina convirtiéndose en una barrera para los jóvenes de verdad, que se ven postergados en su derecho al trabajo, al salario, a la vivienda, al esparcimiento, a la dignidad. Recién empezaste, ¿qué más querés? Esperá que todavía te falta. Laburá más así aprendés. Ya te va a llegar un aumento.
¿Cuánto dura la juventud en Uruguay? El Estado entrega la Tarjeta Joven hasta que cumplís 30. Pero en otros planos lo habitual es que se prolongue, como en la actividad política. El portal de noticias UyPress consideró esta semana, por ejemplo, que la flamante viceministra de Vivienda, Raquel Lejtreger, es, a sus 46 años, una “joven arquitecta”. Y hace un par de meses el diputado oficialista Luis Rosadilla, de 58, sentenció en medio de una solemne sesión parlamentaria que era un “hombre joven”.
La generosidad con la que se adjudica el adjetivo sirve, por un lado, como indicio de una falta generalizada de respeto hacia los jóvenes reales y, por el otro, para disimular el diminuto hueco que se les reserva en los espacios donde se toman las decisiones, repleto de veteranos que se autodenominan jóvenes. Y también para disimular la uniformidad de un elenco político que peca no sólo por lo elevado de su edad sino también por su desproporcionadísimo tono masculino, heterosexual, cristiano y caucásico, alterado por algunas suaves ondulaciones aquí y allá. Hoy, todos los partidos discursean con la “renovación generacional”, porque ni la mejor tintura de pelo puede encubrir la ancianidad de sus dirigencias. De a poquito, claro, porque la juventud es “relativa”: llegó la hora de que los que superaron los 80 y los 70 les pasen la posta a sesentones y cincuentones, de que los cuarentones trepen en las listas, de que los treintañeros esperen la suplencia, y de que los de veintipico… bueno, que ésos hagan bulto en los actos.
Pero la juventud no es relativa, tampoco un dato virtual. Concebirla así en el plano político resulta nocivo para la representatividad democrática y, por su reflejo en la sociedad, lo es además para el reconocimiento de los derechos de los jóvenes. Definirla sin tener en cuenta la edad como dato fundamental tiene más que ver con la poesía que con la realidad. El refrán miente: a la juventud no la determina un inasible “estado del espíritu” sino la fecha estampada en la cédula. Menos tiempo sobre el planeta no te hace más virtuoso ni más defectuoso.
Los jóvenes añosos contribuyen a distorsionar la percepción de los valores al promover como preferibles los asociados con las primeras etapas de la vida (la impulsividad, la energía, la inspiración, la rebeldía) frente a los que se atribuyen a la madurez (la sabiduría, la reflexión, la sensatez, la paciencia), cuando ambos conjuntos deberían complementarse. Y todavía se dan el lujo de criticar la reacción lógica: la de los jóvenes de veras que exacerban los rasgos característicos de su edad para que se les respete su condición, para que no se la roben esos pendeviejos que pretenden acaparar lo mejor de los dos mundos. Si los veteranos acaparan “la juventud de espíritu”, no debería extrañarles que los “jóvenes cronológicos” les cobren la usurpación comportándose como niños. Así se cierra el círculo. La juventud de verdad “está perdida”, dicen, acarreando unos ladrillos más a esa construcción imaginaria tan difundida según la cual cuanto menor seas, más cerca estarás de la transgresión, la violencia y el delito.
“Espero morir antes de llegar a viejo”, decía un verso que en 1965, a los 20 años, escribió el guitarrista del grupo inglés The Who, Pete Townshend, para que cantara Roger Daltrey, entonces de 21. Hoy, cuando se acercan a los 70, los dos siguen tartamudeando “My Generation” sin que suene contradictorio. La canción prescinde de la palabra “joven”. Habla de esa generación y de las siguientes, y todas ellas la hicieron propia. “Nos ningunean sólo porque nos movemos”, acusa. ¿A quiénes? A los miembros de generaciones anteriores que confundieron maduración con putrefacción. A los viejos de mierda. A los que ven en los jóvenes un peligro. A los que quieren paralizarlos, aquietarlos, disciplinarlos. A los que creen que éstos son “sus tiempos” y se niegan a compartirlos. Y también a los que invocan una juventud que ya no tienen para ocupar un espacio ajeno. Ésos sí que están perdidos.