Como es un asunto embromado, conviene arrancar con un chiste. Uno de Jerry Seinfeld, ideal para esas mañanas en que te levantás medio cheto y bastante machista. “Las mujeres se quejan de las cosas que deben hacer para llamar la atención de los hombres: los tacos altos, las medias can-can, el maquillaje. Pero es peor si sos hombre, porque no sabés qué hacer. Por eso nosotros construimos puentes, escalamos montañas, exploramos territorios ignotos… ¿Se creen que nos gusta hacer esas cosas? Nadie quiere construir un puente… ¡Es algo muy, muy difícil!”.
Al magnate inmobiliario argentino Eduardo Costantini le habrá costado poco más de cinco años. En 2007, compró 240 hectáreas en Rocha. En 2008, según él mismo le dijo al diario El País, alcanzó un “acuerdo de caballeros” con el gobierno de Uruguay y las intendencias de Maldonado y Rocha, sin ejercer sobre ellos “ninguna presión”, para construir un country de medio millar de casas cerca de la Laguna Garzón, en territorio rochense, y un puente uniéndolo con el fernandino sobre la barra de la costa atlántica. Entonces, Tabaré Vázquez presidía el país y eran intendentes Artigas Barrios y Óscar de los Santos, reelectos en 2010. Cuando el actual presidente, José Mujica, anunció la semana pasada el inminente inicio de la obra, se armó, como admitió Costantini, “un lío bárbaro”.
Seinfeld no estaba errado: el logro del empresario llama muchísimo la atención. Ocurre que la Laguna Garzón y sus alrededores se integraron en 1977 al denominado Parque Nacional Lacustre de la costa de Rocha. Se la declaró Reserva Mundial de la Biósfera en 1986, Reserva Turística Nacional en 1988 y Área Protegida en 1992. La ordenanza costera municipal de 1990 la considera “zona de interés para la conservación”. Y hace tres años la Dirección Nacional de Medio Ambiente (Dinama) clasificó el proyecto de puente en la “categoría C”. Esto significa, según el decreto 349 de 2005, que antes de su aprobación debe realizarse un completísimo estudio de impacto ambiental y una consulta pública a la población local.
Los dos planteos del conflicto distorsionan bastante su comprensión. El gobierno lo presenta como una puja entre intereses “inmobiliarios” (léase especulativos) y “turísticos” (léase productivos). Las comunidades fernandinas y rochenses en las costas de la laguna lo formulan como una pelea entre conservacionistas y depredadores. Pero hay algo que llama aun más la atención, al decir de Seinfeld: que Costantini y las autoridades nacionales y departamentales hayan aprovechado todas las imprecisiones de las normas ambientales, de por sí bastante débiles, para violar el principio de precaución que las anima y, también, el sentido común.
En 2008, por ejemplo, la asesoría letrada de la Dinama recalificó el proyecto de country de Costantini, de la categoría B (impacto ambiental “de moderado a importante”) a la A (impacto “nulo a escaso”), en un trámite de apenas 27 días, y cinco meses después, el empresario firmaba el convenio con las intendencias y el Ministerio de Transporte y Obras Públicas (MTOP). Las intendencias, pícaras, ampliaron las consultas públicas a las comunidades afectadas (las cercanas a la laguna) a toda la población de los dos departamentos, donde, según una encuesta de Cifra, el apoyo al proyecto va de 64% en Maldonado a 81% en Rocha.
Al dictamen de la Dinama siguió en diciembre de 2011 otro del MTOP, según el cual el proyecto tendría “impactos ambientales negativos no significativos” y que fue pagado por Consultatio SA, la firma de Costantini. Porque, como declaró a El Espectador el director de Ambiente, Jorge Rucks, “el esfuerzo de hacer el estudio […] es parte de un proyecto y corresponde hacerlo a la empresa que lo presenta”.
Si el gobierno y el inversor están de acuerdo contra la voluntad de las comunidades, ¿qué duda puede haber sobre el resultado? Así, el Estado ha resignado hasta su función de fiscalizar, y ni siquiera consideró que el acceso vial al country circunvale la laguna en lugar de atravesarla por la costa oceánica, su eslabón ecológico más débil.
Al pronosticar los “graves perjuicios” que traerá el puente a la zona, la Sociedad de Arquitectos del Uruguay manifestó su “genuina falta de confianza en la fuerza y aplicabilidad de las normativas como únicas reguladoras de las buenas prácticas” ambientales. Las autoridades nacionales y departamentales, con su comportamiento de aplanadora y hecho consumado, le dan la razón. La cosa empeora porque el gobierno se dispone a “elevar la categoría” de la débil Dinama, extirpándosela al Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente. Pero al acercar el organismo a la Presidencia, lo que hará será restarle autonomía técnica y aumentar su dependencia del gobernante de turno.
Al final, las autoridades autorizarán el puente. Se sucederán las acciones judiciales, entre ellas una ya anunciada por el fiscal Enrique Viana. Los ánimos se caldearán. La historia volverá a repetirse: un puente separará más de lo que une. ¿A quién podría llamarle la atención?