Debe ser muy difícil encontrar en Uruguay alguna persona convencida de que ser joven es delito. Si refinamos un poco la búsqueda, hallaremos a muchas que ven a los jóvenes con ciertas características como potenciales delincuentes, pero organizar una carrera de cinco kilómetros bajo el lema “Ser menor de 18 años, pobre y con aspecto de plancha pastabasero no equivale a constituir un peligro para la seguridad pública” podía considerarse, además de poco atractivo, políticamente incorrecto. Para la actividad convocada por el Instituto Nacional de la Juventud, cuya segunda edición se llevó a cabo el sábado 8, se optó por un enunciado más general, que no tiene realmente sentido por sí mismo.
Habría que ser muy ingenuo, sin embargo, para no darse cuenta de que el nombre de la movida, tanto en esta edición como en la anterior (que se realizó el 20 de agosto de 2011), tiene mucho que ver con la iniciativa de reforma constitucional sobre la edad de imputabilidad penal cuyos promotores más visibles han sido los senadores Pedro Bordaberry y Luis Alberto Lacalle, en ese orden. No sólo hubo referencias expresas a tal iniciativa por parte de quienes participaron en ambas carreras, sino que ya en 2010 organizaciones juveniles del Frente Amplio habían empleado la consigna “Ser joven no es delito”, imprimiendo afiches que luego decoraron, el 24 de marzo del año pasado (cinco meses antes de la primera carrera), el lanzamiento de una campaña con la intención declarada de promover “una discusión seria en torno al tema de la seguridad y a lo efectivo que puede ser una eventual baja de la edad de imputabilidad a los 16 años” (ver http://ladiaria.com.uy/UBT). Es muy improbable que haya sido pura coincidencia.
Resulta bastante feíto, por supuesto, que el uso de la consigna por un organismo público lo deje alineado en un debate entre sectores partidarios, pero eso es sólo parte de un problema más vasto: la calidad de esos debates viene cayendo en picada, y con ella cae nuestra capacidad social de construir soluciones eficaces y duraderas.
Hace ya tiempo que la actividad política se piensa como el arte de lograr impactos publicitarios, y con esa base se invierten los procesos que llevaban tradicionalmente a definir una consigna. Antes se consideraba obvio que lo primero era realizar, con herramientas teóricas adecuadas, un análisis profundo y consistente de la realidad; que luego llegaba el momento de identificar los antagonismos centrales del momento y de definir propuestas viables para resolverlos (incluyendo, en armonía con esas propuestas, la construcción de alianzas y el aislamiento del principal adversario); y que la frutilla de la torta era encontrar una frase capaz de sintetizar, con claridad y potencia, todo el planteamiento. Ahora parece, muchas veces, que lo primero, lo más importante o incluso lo único que importa es encontrar el eslogan más convocante, y que todo el resto debe adecuarse para facilitar el éxito de la campaña. Aun si el eslogan es una vaguedad que nada significa.
Cuando a ese protocolo se le agrega un uso novelero de la tecnología, llegamos a cierta forma miserable del debate en la que sólo vale lo que puede ser tuiteado, pero la cuestión es la misma aunque se utilicen otros medios: el comunicador parece presumir que el promedio de los receptores es una especie de Homero Simpson y que, ante cualquier intento de introducir matices, precisiones u otras complejidades, va a cambiar de canal con un bostezo, comentando: “¡Aburrido!”. Para los políticos que viven en campaña electoral permanente, siempre será riesgoso perder la intención de voto de Homero, y si su hija mayor quiere algo más elaborado, el publicista lo lamenta: las encuestas le indican que la posición de Lisa es minoritaria.
El proyecto de reforma constitucional impulsado por Bordaberry y Lacalle va a plebiscitarse en ocasión de las próximas elecciones nacionales. La simple decisión por sí o por no involucra una gran cantidad de asuntos delicados, cuya comprensión cabal requiere apoyo técnico, pero nada indica que los principales actores políticos se propongan ayudarnos a reflexionar. Por este camino, sea cual fuere el resultado de la votación, vamos a aprender muy poco. La campaña de recolección de firmas se caracterizó por groseras simplificaciones, con escaso aprecio por los datos de la realidad, y parece que del otro lado hay muchos convencidos de que conviene pelear con armas parecidas. Usar esas armas está más cerca del delito que ser joven.