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Kremlins

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Hasta el comienzo de los 90 eran muy valorados los “kremlinólogos”, intérpretes de mínimos indicios políticos en la cúpula del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). A falta de información confiable sobre lo que ocurría en el Kremlin propiamente dicho, o sea, en la sede del gobierno soviético, estas personas monitoreaban la ubicación o remoción de retratos en sus muros, la disposición de los dirigentes del PCUS en los palcos del teatro Bolshoi o en los estrados cuando presenciaban desfiles militares, el uso de determinadas frases, la jerarquización de artículos en Pravda, el diario del partido, y otros detalles por el estilo, para formular teorías más o menos sensatas acerca de las ideas y las carreras políticas que se hallaban en ascenso o en declive. La opacidad de la política soviética determinaba que las opiniones de los kremlinólogos se cotizaran muy bien en los medios de comunicación y en los entornos gubernamentales de otras potencias.

Algo semejante ocurre con los “vaticanólogos”, que elaboran y difunden hipótesis sobre las relaciones de poder en el gobierno de la Iglesia católica. Sus servicios son especialmente apreciados cuando, como ahora, crece la apetencia de relatos sobre los entretelones de la política vaticana, siempre apasionantes porque hablan de una organización muy antigua e influyente, cuya historia está repleta de intrigas y secretos.

Toda institución poderosa y opaca crea una demanda de las explicaciones que niega, incluso en la reducida escala que corresponde a la Suprema Corte de Justicia (SCJ) de la República Oriental del Uruguay.

El traslado de la jueza Mariana Mota de la rama penal a la civil del Poder Judicial, dispuesto por la SCJ, es un acontecimiento inexplicado, pero no parece inexplicable. Mota es muy trabajadora pero no entró en caja: en vez de avenirse al sentido común que campea en las alturas del poder, cultivando beneficiosos vínculos en el Club Armonía u otros cenáculos, se obstinó en pensar y actuar con independencia en pos de la justicia.

Aplicó, por ejemplo, normas reconocidas por la comunidad internacional y aceptadas -en los papeles- por Uruguay, según las cuales la dictadura cometió delitos de lesa humanidad que no prescriben jamás. La Corte Interamericana de Derechos Humanos coincide con su criterio, pero el establishment criollo le respondió con una feroz campaña de desprestigio, cuyo fruto es, hoy, la noción de que la jueza no daba garantías de imparcialidad, por lo cual su traslado fue una decisión sensata y previsible (una decisión que tuvo escaso destaque ayer en la mayoría de nuestros medios de prensa, mucho más atentos a la victoria de Peñarol en Chile, a la discusión sobre el impuesto a la concentración de la propiedad de tierras y a las posibilidades de reemplazo del ministro de Salud Pública).

La palabra “kremlin” significa “fortaleza” o “ciudadela”, un recinto amurallado, y las murallas que protegen a la SCJ son, en gran medida, ideológicas: está muy arraigada la creencia de que cuestionar lo que hacen sus integrantes socava la separación de poderes del Estado y la institucionalidad democrática. Pero es necesario y saludable para la democracia socavar ciertas murallas: las que defienden y mantienen lejos del escrutinio ciudadano a cualquier recinto del poder, amparando el accionar sigiloso de las logias y los pactos -tácitos o no- entre “distinguidos colegas” o “ex combatientes”.

El privilegio de tomar decisiones que afectan el interés público sin exponer fundamentos evaluables no debería corresponder a nadie en un “país de primera”.

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